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Tengo un felpudo en la entrada de mi casa que dice «Lárgate». Podría poner «Hola», o «Bienvenido», o cualquier otra cosa agradable, pero no. Misántropa que es una. Y tonta perdida, que también. Porque esa es la típica idiotez que haces para epatar, provocar, desmarcarte ... de Ikea o hacerte la interesanta. Ahora, en cambio, le darías la bienvenida a quien fuera. A los testigos de Jehová, a los que venden papeletas de la asociación de vecinos, a Miguel Ángel Revilla y sus anchoas. O sus mascarillas, esas que parecen hechas con papel de servilleta de bar. Bar. Nunca tres letras me sugirieron tanto. Bueno, sí: mar. Llevo demasiado tiempo sin verlo.
Tampoco veo ya caras sin pixelar. Las únicas de carne y hueso que me echo al ojo son las de los que estamos encerrados juntos y revueltos: yo miro a mi santo, mi santo mira a mi heredero y mi heredero mira a cualquier otra parte. Y pare usted de contar. Si queremos ver a alguien más, sólo podemos hacerlo a través de una pantalla. En este confinamiento en el que se empieza a desvanecer el mundo exterior, un móvil es lo único que nos queda para recordar los rostros de los que queremos, para ver cómo les salen los dientes a los bebés, para corroborar que todas estamos faltas de tinte, para comprobar que muchos se han dejado barba, para tranquilizarnos hablando con los abuelos y reírnos con su forma loca de colocar la cámara del teléfono. Esas caras enmarcadas en unas pocas pulgadas nos hacen caer en la cuenta de la suerte que hemos tenido algunos, los que sabemos que los nuestros siguen ahí fuera pero dentro, en sus casas. Y eso, en estos días, es casi un milagro. Tanto como que alguien vuelva a entrar por la puerta. A pesar de lo que ponga en el felpudo.
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