Aún sigo soñando con ella. Con la Selectividad, digo. Con la EBAU, actualizo. Me despierto sobresaltada en mitad de la noche: estoy frente al folio del examen y no sé ni una respuesta. La aprobé hace más de treinta años y sigue produciéndome pesadillas. Puede ... que haya cambiado el nombre de la prueba, pero no la angustia, ni el temor, ni el agobio, el mismo que te entra al recordar aquellos días previos al examen, cuando la calle explotaba bajo la luz del sol y tú languidecías bajo la luz del flexo.
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Mientras hilvanabas unos temas y pespunteabas otros, la casa orbitaba a tu alrededor: tus padres bajaban el volumen del televisor, le decían a tu hermano que no te molestara, te obligaban a comer más de la cuenta porque necesitabas energía, te decían que todo iba a salir bien. Los padres se convertían en nuestros entrenadores personales. Y en nuestros camellos, que bajaban a la farmacia a comprar Katovit por cajas.
No escatimaban en drogas con receta, como tampoco lo hacían en libros o fotocopias; lo que fuera en tal de poder pregonar a los cuatro vientos, orgullosos, que su mayor había entrado en la facultad, que iban a tener en la familia a un médico, o a un ingeniero, o a un abogado; lo que hiciera falta para que nosotros, hijos de sus entrañas, fuéramos a la universidad, el ascensor de la escala social, la llave que nos abriría las puertas de una vida que les estuvo vedada a ellos, adolescentes que tuvieron que dejar los estudios a un lado para ponerse a trabajar y matar el hambre heredada. Hoy, sin Katovit que echarles a los chiquillos a la boca, y después de lo dicho por el ministro Garzón, van a tener que ir a un narcopiso a pillar seis latas de Red Bull. Pobres. Y suerte a todos.
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