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El voto es un estornino, inapreciable en solitario, codiciable cuando baila en bandada. Al posarse les cuesta asumir que el dormidero elegido es una urna electoral. Y ya que están allí, votan. A Mirabeau. Con tantas elecciones que vuelan por el mundo raro ha de ... ser que ese señor no sea candidato.
Honoré Gabriel Riqueti, conde de Mirabeau, lo fue en su día y ha quedado para la historia como la mejor elección, el Político por excelencia. Así lo avala el filósofo José Ortega y Gasset en un artículo que publicó en los años veinte del siglo pasado. De un exhaustivo examen de biografías, documentos, épocas y sociedades, entresaca las entretelas del personaje con tanta dedicación y entusiasmo que asemeja una carta de amor. El enorme filosofo español adivina las enormes virtudes de un enorme caballero andante que vivió, disfrutó y sufrió más de lo que pudo en sus 42 años de vida. El revolucionario y monárquico francés es un político que lo tiene todo, lo bueno y lo malo, como el colesterol que compensa los contrarios. Culto, orador con «voz de trompeta de postrimería», escritor, anticlerical, francmasón, aficionado a catar la flor y nata de las damas y de las cárceles –generalmente en relación causa efecto–, mal hijo de un mal padre que intentó guillotinarlo, mentiroso compulsivo, machista, cualidad que superaría Ortega al definir el género mujer: «...muy beata y muy ignorante y muy Doña Nada...»
Mirabeau fue elegido presidente de la Asamblea Nacional Constituyente que consolidaba la Revolución cuando terminaba el verano de 1789 y todo París cerró filas al grito de «!Viva la República!». Muere amado y admirado en 1791 y su cadáver inaugura el Panteón Nacional. Poco después lo despachan por sus múltiples inmoralidades. El colesterol malo vencía postmortem. Para Ortega y Gasset esta primera experiencia de masas fue un completo fracaso. Sólo salva al conde «... un hombre ocupado en un tráfago perpetuo de amores turbulentos, de pleitos, de canalladas, que rueda de prisión en prisión, de deuda en deuda, de fuga en fuga...», «...un león del que tendría la retórica y la melena; pero también el coraje, la serenidad y la garra...» y cuyas acciones no pueden parecerse a las «...de una monja clarisa». Mirabeau casi de izquierdas; las clarisas, casi de derechas.
Izquierda, derecha, centro, una terminología en cuya reinvención participó. Cuando el romántico siglo dieciocho lanzó su descomunal traca de fin de Era los participantes juntaron gritos y posaderas según la melodía. Aquí, a la izquierda, libertad; aquí, a la derecha, orden; aquí, en el centro no sé qué te diga. Se afianza la acción política como ejercicio social legítimo, ineludible, necesario. De la necesidad de su ejercicio brotan sus errores. Los estorninos nacen enseñados; los políticos aprenden mientras practican el juego del ensayo error, en ocasiones con criminales daños colaterales. Y Ortega clama: «¿Qué derecho tenemos a considerar lo imposible, a considerar como ideal el cuadrado redondo?» Entre las nieblas del amanecer a los estorninos les sale que ni pintado.
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