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El trago de agua regala a la buena mujer la refrescura del botijo. El pañolón negro, ya casi verde, le cubre la frente, doblado en visera sobre las pestañas. Bajo la barbilla aprieta el primer doble lazo que en alas laterales da vuelta al cuello ... y amarra el pico tras la nuca. Los brazos y las piernas protegidos por retales de corpiños y enaguas cosidos a pecheras y faldones. Protección solar 100, ni una peca morena, antes muerta por asado solar que perder un milímetro de la blancura con la que ha salido del pueblo y del invierno. Apagaría la explosión de color, corte y confección que entrevé entre las pajas. Su vestido. Surge como una espiga resplandeciente, con florales estampados, seda japonesa, encajes de aguja en la pechera, falda en varias capas superpuestas, amplios vuelos, escote en corazón, hombros descubiertos, zapatos de tacón alto y fino, pelo ondulado a la permanén, collar de perlas. Quimérica duquesa de Alba de la gran explanada castellana.
El vestido es la puerta abierta a una alegría de campanadas, angelus, vísperas, fiestas patronales. Es una trabajadora rural de la posguerra, sin seguro, sin contrato, sin tractor. Se busca la vida fuera de su hogar y de sus fincas, por propia voluntad o por necesidad. Agostera. Agosteras, obreras voluntarias cuando les da el cuerpo y la gana. Andando o en autobuses, cuando hay línea, viajan a fincas ajenas, con cobijo asegurado –un pajar, pulgas incluidas–, comida a mesa puesta –costillas de cerdo en aceite, pan de centeno–, y un jornal de entre 200 o 400 pesetas o de cien y algo de grano. Forman cuadrillas de mozas, cuatro o seis, en solitario rara vez, a veces con algún mozo también agostero. Son las erasmus de la labranza, aprendizas en bruto de lo que ya saben, segar la mies, con hoz, zoqueta y dalle, preparar la era, acompasar la trilla, aderezar las moliendas en su peregrinar a los circuitos del pan. Con devoción por el trabajo y perspicacia en los contactos conectan con los propietarios de los cereales, dispuestas a las cien flexiones por hora que exige cada gavilla de trigo, cebada, centeno. O los propietarios las eligen, por conocimientos o a ojeo, dolorosa lotería. Desmesurada batalla por un envoltorio corporal, entelado personal e intransferible, que es vestido y es capazo del que sale una olla nueva para la familia, un trillo, unos realillos para retejar la casa, rosquillas, velas para los exvotos del día grande.
Vuelven a la fiesta en punto, más delgadas, algo encorvadas, más agresiva la mirada, felices, poderosas, ganadoras de su propia estima. Se han metido agosto en el traje con un nombre y oficio poco mencionado en la literatura y menos en los estudios sociológicos. Renace ahora en empeños de agroturismo y reivindicación del trabajo femenino. Jubilosos «senderos de agosteras» del que quizá el más conocido sea el que une pueblos aragoneses por el campo de Belchite.
Memoria histórica. Nostalgia retroactiva. Profundos reproches por la ausencia de derechos. Subliminal envidia por la satisfacción entrevista de esas mujeres cuando llegaban de reinas de África a cualquier pueblo casi vaciado de España.
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