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Logroño es una ciudad entrañable, acogedora, casera, casi peatonal por su asumible kilometraje urbano, coqueta y rica en parques y jardines, con praderitas entre los solados de hormigón y el césped municipal muy cualificadas para usos múltiples. Fértiles en modernidad y oportunismo, recogen tanto berreas ... de bebés en vías de engorde como balonazos de futbolito. Estadios improvisados, libres, sin vallas, con equipos de mocetes alborotadores, 'dream teams' con más dream que team, dotados de una inteligencia artificial que fija porterías sin palos ni largueros, césped a cielo abierto, sin mindundis de hectáreas ni centiáreas, saques de esquina sin esquinas. Se enredan en el centro del campo que queda justo ahí, en el plantón de rosales. Rematan con cabezas de frentes superpobladas de insolentes rizos y rasuradas nucas al cero. Desde el centro del área, o sea, desde el rosal, tiran alto y el balón se pierde por el lado izquierdo hasta el lado ni paquí ni pallá, el juego se detiene por un encontronazo, se atizan un par de mojicones, paran a ras de suelo bajo los palos del castaño, sale tarjeta amarilla, más mojicones a repartir, quietos paraos y el VAR, un piolín vestido de marinero, decide que no hay gol. Falta sancionable con 'tiro libre directo' y el patadón entra en una portería abombada, brillantemente metalizada, con calzado neumático por cuatriplicado: un automóvil que se ha entrometido por el ángulo de la cercana calzada urbana. El conductor frena en seco, feliz de no haber explotado el esférico ni tener que llevar a urgencias a un germen nicowillians. Al parar corta el paso a los que vienen detrás que, cosa insólita, no abocinan como locos, milagro, calladitos. No pasa nada, son niños. Y, sobre todo, es fútbol.
El jardín duda entre el aplauso y la congoja. En su vuelo hacia la virtual portería, el bombazo del triunfo ha desmochado los pétalos del rosal mimosamente cuidado por los empleados municipales. Lo que darían las rosas supervivientes por ser pollos y conservar sus alitas al vacío.
En la praderita aneja, un grupo de mujeres jóvenes, quizá pakistaníes, quizá hindúes, a juzgar por su multicolor, abundante y elegante indumentaria, mantiene una jolgoriosa conversación en torno a otro rosal. Abrazos, saltos bien rimados, juegos al corro, inclinaciones gimnásticas, casi védicas, cortan flores que miran atenta, devotamente, como si hablaran con ellas y esperaran sus respuestas seguras de entenderlas. Tecnología 105G. Tras efusivos abrazos cada par sigue su dirección, con flores entre los dedos o en la suela de los zapatones.
Muchos creen que una imagen vale más que mil palabras. Otros, no. El cine, tampoco. Una imagen vale más que mil palabras cuando habla. Las imágenes de los restos de estos naufragios de hoy muestran de un lado pétalos de contornos nítidos, muellemente recostados sobre la arcilla; del otro lado, pétalos cuarteados, troceados, pisoteados, incrustados en la tierra a la que han vuelto antes de lo que les correspondía. Adiós dulce, violenta despedida. Mil palabras. Teledeporte o los documentales de la dos sobrepasarían las tres mil.
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