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Sería necesario poseer un sereno, documentado y profundo saber para argumentar un juicio sobre el Estado de Israel. Su actual beligerancia no ha nacido ahora, su virulencia parece recalificarse cada vez que una nueva escaramuza bautiza una guerra: de los Seis Días, del Yom Kipur, ... de las comprensibles intifadas, de los imperdonables degüellos. Tierra palestina quemada. Más árabes palestinos muertos, miles más que judíos palestinos caídos. La cuenta de la atrocidad de cada día provoca estupefacción. Esto no es posible, esto no está pasando. Aparece en los noticiarios como la mala obra protagonizada por un personaje chulesco, que alardea de una crueldad casi jovial. Un individuo «que si le pinchan, sangra; si le hacen cosquillas, ríe; si le ofenden, se venga». Frases de Shylock, el malvado mercader de Venecia al que Shakespeare no pudo imaginar tan brutal. Este gran dictador tiene nombre propio que será intercambiable si lo exige la estrategia del clan. Es occidental, culto, de los nuestros, judío. Judío. El apelativo contamina el escenario a nivel mundial con la persistencia de una subconsciencia de culpa por un hecho hiperpublicitado, fuente inagotable de historias basadas en hechos reales que sepultan en ocasiones bajo su peso emocional argumentos incompatibles. La benevolencia de una piedad postraumática ha propiciado y tolerado una contienda mimada con armas «de destrucción masiva». Si la razón crea monstruos, la mala conciencia los enaltece.
Es patente que gran parte del patrimonio moderno, ciencia, medicina, finanzas, arquitectura, bellas artes, cine, literatura, agricultura –heredad tan árabe–, se nutre de las luces que han brotado de ese grupo humano que se arroga la cualidad de pueblo elegido. Un patrimonio en el que subyacen los saberes antiguos que los pueblos árabes salvaron y trasvasaron con su pasión por la sabiduría y su esfuerzo. Tiempos gloriosos de Maimónides y Averroes, judíos y árabes entre cristianos, influyentes y respetados, copartícipes en la empresa común.
Las acampadas, condenas internacionales y mandatos al más alto nivel difícilmente pararán la matanza. Les mandarían sus dioses que pararan y no pararían. Los dioses tampoco están para un ejemplo. La Biblia, libro sagrado de las tres religiones, no es precisamente un pasquín pacifista. Incontables como las arenas del desierto son los muertos/matados que desfilan por sus páginas. «Y aquella noche salió el Ángel del Señor e hirió a ciento ochenta y cinco mil en el campamento de los asirios; por la mañana todos eran cadáveres» (Libro de los Reyes).
Cada amanecer pervive la misma lágrima. Una lágrima seca porque llorar y quejarse no ahoga las armas. Entre tanta bomba, tanta metralla mortal, repiquetea la admonición liberadora de Charles Chaplin en su Charlot regurgitado del nazismo: «Nuestro conocimiento nos ha hecho cínicos. Nuestra inteligencia, duros y secos. Pensamos demasiado y sentimos muy poco. Más que máquinas, necesitamos humanidad. Más que inteligencia, bondad y dulzura. Sin estas cualidades la vida será violenta. Se perderá todo». Demasiados ya lo han perdido.
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