Y ¿de dónde aparecen aquellas arterias por las que fluye sangre en el cielo de Beirut?/ El corazón ya no es el mismo, y la cabeza ha dejado de ser cabeza./ ¿Por qué se ha convertido el corazón en cuchillo y, la cabeza, en muñeca?». ... Quebrantos de los juegos de guerra, la destrucción como factor inicuo del progreso de la humanidad. «En Beirut conozco una vida vestida con harapos que ninguna aguja/ podrá remendar./ En Beirut me muevo entre las curvas de la desesperación...». Lamentaciones de un poeta beirutí, sirio, palestino, francés, más o menos universal, Ali Ahmad Said Esber, voz delegada de la sensatez. Conocido por el seudónimo Adonis, nació en Siria en 1930, se licenció en Filosofía y durante años fue profesor en la Universidad de Beirut y en la Sorbona. Cuando estalló la guerra civil en 1975 se exilió a París como muchos otros intelectuales y artistas libaneses.
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«Te conozco, Beirut,/ en tu cabeza habita el asombro del mar que imprime/ en su cuerpo las huellas del sol, imprime sus pasos de ida y vuelta,/ al amanecer y al atardecer». Cada amanecer, cada atardecer, cada jornada completa las bombas abaten decenas de libaneses, derrumban edificios, hospitales, escuelas, levantan el asfalto y un desesperado clamor que queda sin eco. Arrasada la franja de Gaza, en la que persisten bombardeos de gracia por si quedan cuatro gatos, salta el turno a la franja de Líbano, con su franjita de Beirut. Quizá después Damasco, donde el único mandatario que sobrevivió a las primaveras árabes puede envenenar aún más la letal situación. Terminaron los días de vino y rosas, de verbenas y orgías, de casinos y bibliotecas. Demasiados escombros, demasiados traumas, demasiado dolor.
Las un día víctimas se erigen en verdugos. Y añaden hechos y cifras abominables al catálogo de masacres e ignominias. Se religan ideologías, épocas, geografías y los inmensos campos de la crueldad devastan franjas, plazas, estadios, qué habilidad humana para destruirse en lo más barrido e infectar la vida de sangre y muerte. «¿Cómo y cuándo se extinguirá esa esfera de fuego entre Beirut y el mundo?» Beirut, donde surgió el alfabeto, herramienta de comunicación universal, Riviera oriental que abre el portillo a la desmesurada Asia, terrenito atractivo y fiero, en el que sus habitadores rara vez se llevaron bien, ni siquiera cuando todos eran fenicios. Y tras que eran pocos, les parió Israel.
El derrumbe de cualquier edificio de esas calles un día recorridas por solaz, amistad, conversación, consolidan una línea de muertos que llega desde Rafá y desde el inicio de la historia. «La violencia, en todas sus formas, no puede protegerla ni defenderla./ El sectarismo, especialmente en su forma dogmática, fanática e hermética,/ es incapaz ante ella./ Beirut es un horizonte./ Nada puede cerrar el horizonte». Las explosiones contradicen razones y derrocan la naturaleza.
Queda entre el polvo el verso pistoletazo de Ali Ahmad, desesperada conclusión también universalizable. «Podría conocer el final, pero ¿cómo convencer al tiempo para que me deje durar hasta entonces?».
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