Ese temblor del aire que en cualquier atardecida de primavera dejan los aviones que cruzan el cielo constata que hay otros mundos que no están en éste. Hay otros mundos, otros tiempos. Hubo un dónde y un cuándo sin testimonios, chispazos del recuerdo que se ... agotan al renacer. El dónde del ventanal ante el primer color, el cuándo del reloj inaugural. Chavalas y chavales quemábamos los ojos tumbados en las eras del pueblo en persecución de estelas. De misterio. Los aeroplanos de reacción a chorro transparentaban al piloto que con estrepitosa traca saludaba a la novia que esperaba el guiño. Quién. Las estelas se enredaban en prodigiosos nudos y el saludo del altanero gorrión invitaba a todos sus oteadores a compartir un vuelo del que aterrizaría a cincuenta, a cien, a cien mil kilómetros, liberado, omnipotente. Regalo de los incendiarios días del estío que la puesta del sol congelaba.
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Los niños crecen sin que nadie se lo mande y enseguida se ven dentro del avión, recorriendo interminables sendas que no eligen. La niña de la aldea sí elige cada vacación acarrear almuerzos al abuelo. Con el hatillo al hombro, fiambrera, tarugo de pan y bota de vino, el calor le quema el pelo y aviva el don de verse desde arriba. El sombrero de paja, panamá mesetario, la guía por una ruta imposible que siempre concluye en el punto exacto, el secano familiar. La tos ronca, la sed, la sonrisa que chorrea bajo el sombrerón son el gozoso desembarque. Mientras una carroza de cúmulos y nimbos desfila son razonablemente –irracionalmente– felices, disfrutan de una complicidad sin adjetivos, de la fortuna de la inconsciencia, un nivel de compenetración que ni en un millón de años volverá a producirse. El millón de la infancia, conjunción de planetas que pronto se descoyuntará. El ayer es un jamón que yuxtapone lonchas cada vez que se abre, más intenso el color, más excitante el sabor. Se enreda la estela y los ojos ven más de lo que la distancia permite. Ven el interior del avión, son pasajeros y a los cien mil kilómetros descienden, recuperan el suelo de un salto, como el que se tira del caballo; dejando caer los pies, como el que baja del burro; soltando la pedalada, como el ciclista que culmina un pico. Han aprendido. La bici es aeroplano de tierra, erguido y dinámico. La mocita se aferra al manillar a finales de junio, carretera adelante, para llegar la primera al veraneo. Pedalada a pedalada, espolea la eclosión del alba. En la calma de la media luz adivina senderos y riachuelos que anota en su cuadernillo secreto, excursiones para las largas tardes agosteras. La goma de las alpargatas desprende tirillas, confetis de verbenera bienvenida. Con el interruptor del pedal y la algarabía de la campanilla de hojalata da la luz del valle. El milagro.
Quedan ya muy atrás los cien mil cuándos y dóndes y desde la salita con derecho a vistas el avión de la noche enfila el Ebro y múltiples motas blancas, vilanos audaces, bailan entre los chopos. Las farolas inauguran la luz con ansiedad de neón y reconvierten la travesía en una entrañable Calle Mayor, en una pulcra Gran Vía. En estela de guardia.
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