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E l cuento dice que la montesa, la cabra, se plantea emular a César Pérez de Tudela, un elegante gamo que fue rey de la montaña en añorados lejanos buenos tiempos, tan callados. La cabra afianza la pezuña en un saliente, se impulsa, diez segundos ... de contrapicado, se le cuela un picado a traición y se desmorra contra la esquina de una roca. Para partirse los morros ha elegido una montaña peculiar, hecha adrede, de cortes apergaminados, hojas de pizarra que se sueltan, un cuaderno de amontonamientos. Escaladora por genética y afición, da un brinco coreográfico y a la de tres se eleva y ¡ya está! ¡Por fin, arriba! ¡Arriba! ¡Qué vistas!
¿Por fin? ¿Vistas? Vaya vistas. Ante sus ojos (oídos y demás familia) resplandece toda la actualidad de ahora mismo como si llevara siglos siendo ahora mismo. ¿Pa esto? El singular peñón al que nadie había conseguido domeñar, promontorio corrompido, gallinaza amontonada, se eleva sobre valles plagados de legajos, expedientes, informes, contrainformes, noticias, exclusivas, montaña mágica socializada por la abrupta y agreste coyuntura. Un trampantojo del hoy mismo, con las mismas caras, las mismas frases, el mismo argumento, los mismos secundarios, las mismas triquiñuelas, los mismos tóxicos gags, el escenario de las grandes producciones aparcelado en cortos que cortan la respiración unos segundos para encadenar con otros cortos que son el mismo largo en rebanaditas.
Qué cruz. Qué aburrición la escarpada montaña de un telediario piramidal. Si lo llega a saber la cabra no se tira al monte por mucho que le tire. Está hasta los cuernos. Qué gana de pasar de todo. Esto no hay quién lo aguante. Con el aliento recobrado la cabra y yo tratamos de discernir qué posicionamiento moral entraña el aburrimiento. Mientras ella se come unos archivos del Poder Judicial antes de que los digitalicen –a menos bulto quizá algo de claridad institucional– a mí un sudor se me va y otro se me viene. Todo por buscar la música callada, desear que cada amanecer dé a luz una conversa social serena, conciliadora, que si salta un nombre con tono de primera plana sea porque le han dado un Nobel o se ha metido monje/a en el Tíbet. Que el aluvión de ruidos se pierda en la «música callada» del compositor Mompou y del rapero Juan de la Cruz, que se remanse el aire para no desertar. Hoy las notas están contaminadas, los sostenidos desestabilizados, los silencios avisan de próximos zafarranchos.
Dormirse en la sauna del pasar de todo tampoco lo va a empeorar. La cabrita del cuento lo ve claro, si no nos han untado ni nos van a enchironar ni somos maderos ni tenemos cuentas paradisíacas ¿a qué viene montarnos parabolillas de malas conciencias? El aburrimiento adormece, se mira para otro lado, ni malos ni buenos, todos iguales, todos corruptos, todos presuntos.
La Historia delata que robar del común es una tentación irresistible, crónica, endémica en todos los agrupamientos. Será el destino. Otro plasta que corrompe el saber popular: «no hay mal que cien años dure, ni cuerpo (gobierno, nación, barriada) que lo resista». Ya. El mal dura. Siglos. Y los cuerpos afectados resisten. Equis.
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