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Todos tenemos algún vicio oculto y yo he de confesar que, para satisfacer mi veta masoquista, los miércoles suelo seguir, con una mezcla de incredulidad, regocijo y pena, la sesión de control al Gobierno que me resulta fascinante por lo que revela de la idiosincrasia ... y el carácter de todos los que, sin ninguna culpa por nuestra parte, hemos nacido al sur de los Pirineos.
En teoría, esta institución parlamentaria tiene por objeto que los grupos políticos, tan preocupados ellos por el bienestar de sus votantes, inquieran al Gobierno acerca de los asuntos que quitan el sueño de los ciudadanos y obtengan con ello información acerca de tales cuestiones y, de paso, conozcan los planes del Gobierno al respecto.
Pues bien, nada más lejos de ello que la sesión de control al Gobierno.
En efecto, el parlamentario de turno, en lugar de formular una pregunta concreta sobre algún asunto identificable, comienza su intervención con un largo exordio acerca de la deficiente moralidad e inteligencia del ministro al que le ha correspondido la penosa tarea de soportar el fuego graneado, una extensa descripción de su ineficacia y malos hábitos que extiende a varias generaciones de sus antepasados y, una vez se ha quedado tranquilo, entonces sí, expone su pregunta que normalmente es absolutamente prescindible y apenas interesa a nadie.
Acto seguido, el ministro correspondiente recoge el guante, acepta el desafío y cuestiona la decencia del interrogante, su coeficiente intelectual y arroja sobre él y sus allegados sospechas de oscuras conspiraciones y aviesas intenciones tendentes a cubrir el país de sangre y ruina y se abstiene cuidadosamente de hacer la más mínima referencia a la pregunta que le ha sido formulada.
Por supuesto, todo ello aderezado con expresiones de desprecio hacia la bajeza moral del contrario y ambientado por los aplausos ovejunos del grupo del orador que, en lugar de meterse debajo de asiento a causa de la vergüenza, corea con entusiasmo cualquier estupidez que profiera su representante.
Y yo me pregunto si de verdad merece la pena continuar con esa lamentable pantomima, que no hace sino rebajar el nivel del debate político y poner de manifiesto, en la mayoría de los casos, la escasa altura intelectual y en muchos casos moral de los supuestos padres de la patria.
Se me ocurre, para evitar este penoso espectáculo, introducir en el reglamento de la cámara unas sencillas normas tales como exigir que se formule una pregunta concreta, sin insultos previos, y que se conteste a esa pregunta con algo, aunque sea ligeramente, relacionado con ella y que se discuta con argumentos en lugar de con ataques personales.
Supongo que es mucho pedir a la caterva de indocumentados y ovejas serviles que hemos sentado con nuestros votos en el Parlamento.
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