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En España, a los varones que se dedican a la actividad política siempre se les ha denominado hombres públicos, por lo que ahora y en acatamiento y cumplimiento de las nuevas normas sobre igualdad de género impuestas por las feministas radicales, a las hembras que ... se dedican a esa misma actividad no queda más remedio que denominarlas mujeres públicas, mejorando lo presente, y de una de ellas les quiero hablar.
La susodicha, en forma totalmente increíble, llegó a ocupar el cargo de ministro y posteriormente y, sin duda por sus evidentes méritos, fue designada para ocupar el de vicepresidente del gobierno.
Esta mujer pública, Carmen Calvo se llama, en uno de sus frecuentes desvaríos, y me imagino que para justificar el empleo dudoso de cantidades procedentes del erario, afirmó con total desenvoltura que «el dinero público no era de nadie», con lo que supongo que quería indicar que da igual en que se gaste pues, dada su ignota pertenencia, es de libre y arbitrario empleo. Lo cierto es que tan imprudente y desatinada aseveración, y dejando aparte el concepto de lo que es la democracia y la hacienda pública que denota, ha calado hasta el tuétano de la Administración pública y les voy a poner un ejemplo.
Hace muy pocos días recibí, mediante carta certificada con acuse de recibo traída a la puerta de mi casa por un empleado de Correos que pidió y obtuvo mi firma, una comunicación de la Hacienda riojana que, tras el desasosiego que una misiva de tan temido organismo siempre produce, resultó ser una amenaza de embargo por la exorbitante cantidad de 5,74 euros, que al parecer se me había olvidado abonar. No tengo nada en contra. Si dice la Hacienda de La Rioja que debo cinco euros, se reconoce el fraude, se solicita un préstamo, se pagan y punto. Uno es un ciudadano responsable.
Pero luego, movido por una curiosidad malsana, se me ocurrió preguntar en Correos cuánto costaba enviar una carta certificada con acuse de recibo y para mi sorpresa, y reconozco que cierto regocijo, me informaron de que valía siete euros y pico. Con ese dato, yo hice números y calculé que por cada cinco euros que recauda la Hacienda Pública con estas insignificantes reclamaciones se gasta siete lo que, incluso para los que somos de letras, parece absurdo. ¿No sería más razonable y desde luego más rentable, renunciar al cobro de esas cantidades ridículas que suelen obedecer a errores de cálculo? Eso sin contar los desvelos, el estrés y el coste de los pobres funcionarios encargados de formalizar expedientes y legajos al respecto.
En fin, que estamos en esas manos y no me resisto a contárselo.
Y total para que ese dinero no sea de nadie.
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