España es un país, en el supuesto de que pueda ser así conceptuado, al que, entre otros vicios nefastos, hay que reconocer la habilidad de no perder nunca la oportunidad de perder las oportunidades, y así, ha dejado escapar a lo largo de la historia, ... cuando no rechazado, todos los grandes avances de la humanidad tales como la ilustración, la modernidad, la democracia, el liberalismo, la revolución industrial y cualquier impulso de progreso, abrazando en cambio con entusiasmo todos los movimientos reaccionarios que pasaron a su lado y siguiendo cerrilmente a personajes innobles como Fernando VII, a doctrinas deletéreas como el carlismo, el nacionalismo, el comunismo y, aunque ahora nadie quiera reconocerlo, el franquismo que tuvo, y aún tiene, muchos seguidores entusiastas.
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Otro de los contumaces errores propios de España es, y lleva camino de eternizarse, esa curiosa costumbre de otorgar el poder casi siempre a personajes rapaces, incompetentes, ambiciosos, escasamente interesados en otro bienestar que no sea el suyo propio y con notable propensión a la soberbia y al engreimiento. Estos figurones, que llevamos padeciendo casi sin interrupción desde el siglo XIX con raras excepciones, utilizan las instituciones para sus fines, que no son otros que mantenerse en el ejercicio del poder al precio que sea, para lo cual consideran que lo mejor es crear división y banderías entre los españoles que, movidos por su cainismo ancestral, se adhieren fervientemente al discurso del odio.
Y en este momento parece estar culminando el último y más destructivo disparate que puede, y de hecho lo está haciendo, resucitar la división y el odio entre españoles que, con la Transición hoy denostada por algunos, parecía que se había conseguido conjurar.
Lo más curioso y triste es que en un momento en el que prácticamente la totalidad de los españoles nacimos después de la Guerra Civil y casi la mitad con posterioridad a la muerte del dictador, precisamente los más jóvenes que desconocen hasta qué punto en la España de Franco se vivía con miedo justificado, echan en cara a los padres de la Transición el no haber optado por la ruptura en lugar de por la reforma siendo, como lo son, desconocedores de las circunstancias en las que se consiguió recuperar la democracia y las libertades y los sacrificios que hubo que hacer para que, precisamente estos jóvenes vivan en un país libre en el que pueden decir y hacer lo que, si hubieran vivido en los años setenta del siglo pasado, jamás se hubieran atrevido a decir, ni hacer.
Y, lamentablemente, no son conscientes de que en este momento existe un grave peligro de desnaturalización y privación de contenido de la democracia que se nutre precisamente del odio y la división.
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