Me acuerdo perfectamente del día en que empecé a subir los bordillos con los dedos de la mano. Fue un día en que volvía a casa con la cartera llena de libros y la cabeza llena de adolescencia. Estaba agotado como te agotas con 14 ... años, agotado de tener que estar en un mundo que no entiendes teniendo que ir del colegio a tu casa, donde te esperan seres que tú piensas que tampoco te entienden. Arrastraba los pies como se arrastran a esa edad, con el peso de quien no quiere ir a ningún sitio y pensaba en el escalón.

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Había para llegar a mi portal un escalón sin sentido, fruto de una obra que quedó a medias o de una perversa mente que lo construyó pensando en la posibilidad de que alguien necesitara acceder en silla de ruedas o con muletas. El caso es que cada día subir ese escalón era el último esfuerzo desagradable del día antes de pegar cuatro gruñidos por el pasillo y meterme en mi cuarto a escuchar la cinta de Spandau Ballet.

Pero ese día, al llegar frente al escalón y subir la pierna derecha antes de tirar de la izquierda, de manera inconsciente decidí ayudarme con los dedos de las dos manos, no apoyándolos, no era tan alto, sino moviéndolos como si fueran pequeñas alitas, como contribuyendo al impulso necesario, los dedos rápidos y como de pianista elegante colaborando a elevarme. Creo que me obsesionaban las alas de los tobillos del cómic de Namor y, careciendo de ellas, me inventé sustituirlas por mis dedos. No traten de entenderlo, es absurdo y, sin embargo, sentí que realmente me ayudaba. No tanto a subir sino a ponerme de buen humor.

Desde entonces lo he hecho siempre, vayan ustedes a saber por qué, en el repecho de una cuesta demasiado empinada, cuando queda ese metro y medio que, estando cerca, es el que más duele, mis dedos hacían de alitas y, ridículamente, esa distancia se hacía liviana. He dicho que lo he hecho siempre pero, en realidad, un día, de repente, dejé de hacerlo. Porque un día a todos nos cayó un aparato en la mano, un aparato que nos mantenía permanente mente conectados entre todos y que, al menos, nos ocupaba una de ambas manos, así que, será porque iba pendiente de un urgente whatsApp o porque estaba mirando descacharrantes vídeos de gatitos con sombrero, dejé de volar en los bordillos durante, calculo, unos 10 años.

El otro día volvía de un viaje largo sin fuerzas y sin batería en el móvil. Y sí, de repente, a manos libres, mientras cruzaba rápido un semáforo que había cambiado a traición, sin invocarlo, como si hubiera estado ahí siempre, mis dedos me ayudaron a alcanzar la acera de enfrente. Aquí vendría una moraleja, pero sólo le sería útil a aquellos que, una vez, volaron con los dedos.

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