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Espere un poco, no llame aún a la policía de la lengua que, en realidad, yo lo he escrito bien y es usted, todos ustedes, ... todos nosotros, los que lo estamos escribiendo mal. Originalmente la expresión hacía referencia a los poyos, aquellos bancos de piedra que estaban en las puertas de las casas y en las plazas públicas y a cuando alguien se montaba (se subía) a ellos para lanzar alguna soflama que indignaba o exaltaba a partes iguales a los paisanos que estuvieran por la zona. Luego, la confusión homófona con el pollo avícola se fue enquistando y supongo, al final la RAE acabó, a base del mal uso reiterado, asumiendo el fallo, aprobándooslas el error y certificando, supongo que agotada, que se pueda escribir mal convirtiendo escribirlo bien en motivo de crítica y, se lo puedo asegurar, de suspenso académico.
Lo sé porque es una de mis historias vitales más sentidas. Estaba yo en tercero de BUP (el preuniversitario de los que peinamos entradas ya) cuando un profesor me entregó una redacción que nos había encargado con un luminoso, verde y enorme «muy deficiente». Me dijo el bigotudo profesor que, aunque la redacción le gustaba, no podía permitir que alguien que estaba a punto de entrar en la santa institución universitaria, llegase allí manchándooslos su prestigio como profesor de lengua. En el folio, un círculo rojo rebordeaba la Y griega de poyo como se marca el cadáver de un crimen con tiza. No haré sangre sobre el carácter del bigotes ni sobre lo imposible que era que su prestigio se viera ensuciado cuando no había nada que ensuciar, pero sí les contaré que fue la primera vez que, como un personaje de Capra, me propuse ganarle el pulso a lo instituido.
Yo conocía la expresión por mis veranos en el pueblo, porque allí, cada vez que la tarde empezaba a caer, ya bañados y aseados, nos salíamos los niños a que el rayo verde nos acabase de secar el pelo antes de la cena. A esa misma hora salían también los abuelos a echar el último pitillo al sol mientras las abuelas batían huevos en la ventana de la cocina. Y salían también los recién llegados de la viña a respirar algo de calma antes de que empezasen Los Hombres de Harrelson y el fresquito les empujase dentro de la casa. Y se apuntaban las amas de casa que, prestas, ya tenían «sus» labores cumplidas. El poyo de la puerta de casa, el de las puertas de cada casa de mi calle, se llenaba de culos infantiles y de culos viejos y de algunos culos de mediana edad y allí nos sentábamos a contarnos el día y a proyectar el de mañana durante no menos de una hora que, para mí era casi mágica escuchándonosla, callado como yo era, los parloteos de unos y otros, sintiéndome a la vez adulto y tonto.
A la vuelta a Madrid echaba de menos esa puesta en comunidad que las grandes ciudades no tienen salvo que haya que reunirse para discutir si se aprueba o no una derrama, Quizá es por eso que la palabra poyo estaba perfectamente clara en mi cabeza y completamente disociada de ese ave tonta que comemos los domingos. Quizá gracias a eso pude presentarme al día siguiente delante del bigotudo con un diccionario para demostrarle que la RAE aceptaba las dos maneras de escribirlo. Quizá gracias a eso, sentí por primera vez el poder del conocimiento. Quizá por eso aún me «apoyo» en él.
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