De todos los objetos con los que interaccionamos cada día, hay un género que me fascina especialmente. Antes de presentárselo les cuento que soy cada vez más de objetos, de tocar las cosas, puede que sea una reacción de protesta ante este futuro en el ... que se nos llena de promesas de cosas intangibles virtuales, que existen en universos alternativos. Puede, simplemente, que sea la edad y el hecho de que he nacido en ese mundo en que la música era una cinta de cassette, las películas una caja de plástico y los libros, pues eso, libros. Pero, sea por lo que sea, estoy cada vez más, de manera vetusta, convirtiéndome en un tocón de objetos.

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He recuperado el gusto de ir a la tienda a comprar la ropa y conocer el tacto de la tela antes de pagarlo. Me he vuelto un empírico de los objetos y hasta de las personas, me gusta verlas de frente más allá de escucharlas en un audio de WhatsApp. Me gusta verlas de cerca, fijarme en el pelo de la ceja que les ha crecido más que los otros, ver cómo se mueven los globos de sus ojos cuando rememoran, descubrir hasta dónde enseñan la encía cuando se les arranca una carcajada imprevista, no esa sonrisa que se prepara antes de darle al botón del selfi. Soy, supongo, un antiguo que piensa que, paso a paso, las personas y los objetos dejarán de ser imperfectos y, por tanto, para mí, entrañables.

Pero ya les hablo de ese género de objetos que me arrebata y que, precisamente, trato de tocar lo menos posible porque no es su tacto lo que me maravilla sino su existencia. Se trata de los pestillos de los servicios en los bares. Un buen pestillo de un sitio así tiene, por lógica, que cumplir su función de bloquear el paso de alguien más si lo estamos usando pero, por lógica también, no resultar nada eficaz en su contenido, debe bloquear, pero no franquear por si alguna urgencia hiciera necesaria una intervención desde el exterior. Se convierte, por tanto, el pestillo de baño de bar, en un aviso más que en una cancela, cambia el motivo de su existencia y el fin para el que fue creado a base de rebajar su eficacia, reducir al mínimo su utilidad.

Los hay mal atornillados, los hay mutilados para que sólo puedan girarse un poco, los hay directamente inútiles pero que existen para que el usuario sienta algo de intimidad. Son el ejemplo perfecto de la utilidad de lo inútil. Tanto que ningún fabricante, ningún diseñador, ha pensado una forma de perfeccionarlo porque su forma perfecta es que no funcionen bien. Son, para mí, el pie en la tierra de los que seguimos queriendo tocar lo imperfecto para sentir lo entrañable.

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