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Entre mis rutinas actuales está que salgo a pasear todas las mañanas durante una hora. Aquel domingo la paz de mi paseo fue profanada por un coche que, como yo, recorría mi barrio con un megáfono colgado en el techo que anunciaba la conveniencia de ... votar a determinado candidato de cierto partido con argumentos de peso que pueden traducirse en: «Con nosotros sí, con los otros, no». El chico del megáfono se llama Andrés, lo sé porque le conozco, aparca el coche con el que ahora pasea por el barrio en el mismo garaje que yo y, alguna vez, hemos hablado de a ver si quitan esa columna con la que se roza todo el mundo al entrar y de lo caro que está todo. Nada importante, conversación agradable. Pero hay vidas que, inevitablemente, se zigzaguean y la mía y la de Andrés son de esas. Así que íbamos casi siempre a la misma hora a hacer la compra, bajábamos a los niños al mismo parque, y hasta, increíble, veranábamos en el mismo pueblo costero iniciando una serie de paseos por la orilla en bañador que, inevitablemente, nos fabricaron algo parecido a una amistad sin excesos.
Andrés me contó que siempre le había fascinado la política, que se unió a las juventudes de su partido casi de adolescente por aquello de que sus padres eran votantes del partido opuesto y que uno, con 15 años, necesita sentirse único. Empezó a colaborar en mítines del partido repartiendo banderitas de papel y viseras en verano, montaba los tenderetes informativos esos que aparecen como setas en los barrios, participaba en asambleas y, por supuesto, fueron de ahí sus primeras pandillas y sus primeros amores. Me contaba cómo de emocionado estaba cuando, en la sede, el líder de su partido, después de unas elecciones que perdieron, vino a su grupo a agradecerles el esfuerzo y a decirles que, con gente como ellos, estaba seguro de que acabarían ganando. Los ojos de Andrés brillaban de orgullo mientras me contaba esto y le daba sorbos a un granizado. Ese líder ya no era el actual líder de su partido pero Andrés pensó que era el más indicado igual que piensa que lo es el actual.
Ese domingo, Andrés da vueltas a la glorieta, recorre la avenida principal en ambas direcciones, su cabeza ya no escucha la machacona música del himno del partido ni los mensajes cíclicos que una voz de vendedor de pelapatatas no para de soltar. En su cabeza están las cosas que están en todas las cabezas, que si a ver si quitan la columna del garaje, que si están los precios por las nubes… «Con nosotros sí, con los otros, no». «Con nosotros sí, con los otros, no». «Con nosotros sí, con los otros, no»…
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