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Hace unos años un amigo me pidió que hiciera un cameo en una serie que estaba dirigiendo, no traten de buscarla. Un coche me recogió a las siete de la mañana y, a pesar de ser una serie que transcurría prácticamente de noche, me habían ... asignado un interior para ahorrarme los fríos de las tres de la madrugada. Nada más llegar allí entré en un carril de profesiones que, como aquella máquina de Chaplin en 'Tiempos modernos', acababa en el set de rodaje. Primero maquillaje y peluquería, quince personas me miraban y discutían cómo debía llevar el pelo, qué tipo de brillos debía tener mi frente, cómo de sucios debían estar mis poros. Les escuchaba y les dejaba hacer por respeto a los infinitamente superiores conocimientos, pero no podía evitar pensar «Mi personaje es un señor al fondo de una cafetería que se está comiendo un sándwich y que va a estar exactamente 20 segundos en pantalla. ¿De verdad importa si tengo o no el flequillo caído?»
Descubrí que importaba para ellos, mucho, tras casi 40 minutos mandaron fotos de mis aspecto al director de arte que, milagro, aprobó el resultado. Unos muchachos cargados de 'walkie talkies' y rastas me llevaron a la segunda caravana, vestuario. Y allí, de nuevo, personas variadas me miraban de arriba abajo y discutían sobre si llevaba camisa o camiseta, corbata, maletín o un patinete e iban conformando mi aliño. Todo iba bien hasta que el director de arte, a través de uno de esos 'walkies', anunció que aprobaba todo excepto mi calzado.
Chicos y chicas tatuados entraban y salían con contenedores llenos de diferentes tipos de zapatos. Me fascinaba que en un 'allí' donde no había nada, alguien hubiera previsto que hubiera de todo. Me probé, no exagero, de hecho creo que me quedo corto, unos 20 tipos de calzado, salvo unos tacones de aguja. La ropa que me habían puesto ya era muy ligera porque la acción pasaba en verano pero estábamos en octubre y ni esos calentadores de chorro gordo que me apuntaban conseguían que no estuviera helado. La moneda cayó por el lado de unas chanclas rojas de dedo bastante incómodas pero no me quejé, ellos estaban pasando más frío y trabajando mucho más que yo. Por fin, tras dos horas, pude rodar mi escena. Me comí el mismo sándwich durante dos horas, se repitió por sonido, por luz, porque yo no masticaba de manera creíble.
Les he dicho que no busquen ese cameo porque, al final, la serie no gustó a la audiencia y se anuló dos capítulos antes de que pudiera emitirse mi sándwich. Desde ese día, cada vez que veo una película, una serie, lo que sea, pienso en ese frío, en ese café aguado de 'catering' y en esa gente tratando de hacerlo bien. Y en qué poco importa que me haya gustado o no.
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