Es inevitable que tratemos de instrumentalizar los sentimientos más puros y, por tanto, más básicos. Al deseo de que nuestra vida mejore le ponemos unos bombos llenos de bolitas de madera de boj y a unos niños cantando números vestidos de chaqueta. A nuestro placer ... de sentirnos en un bar como en casa le fabricamos cafeterías de franquicia que son decorados con objetos antiguos y hogareños, una máquina de coser, un sofá con orejas, apoyadas en su pared sintética y sus vasos de papel.

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Al amor, sentimiento básico y primario cuando lo llamamos así por no llamarlo sexo, le ponemos unas 'apps' llenas de corazoncitos por las que el usuario pasea como aquel Peter Ustinov del principio de 'Espartaco' contándole los dientes a los pretendientes que allí se ofertan. Sin querer pensar en que, si realmente fuera capaz de encontrar ese amor, o ese fuego, lo está buscando en una 'app' que, en caso de que usted tuviera éxito, perdería su valiosa suscripción.

Aunque probablemente el ejemplo más escandaloso de instrumentalización sentimental se ha hecho con el aplauso. El aplauso es, en pureza, casi un acto de amor, con todos los ingredientes que lo elevan de admiración, cariño y respeto. Pero cada vez se dan menos aplausos que no sean de corcho, de poliespan de trampantojo. Aplauden los diputados a su líder en el Congreso diga lo que diga. Aplauden los asistentes al concierto de Viena en Año Nuevo mucho más al privilegio de sentirse allí, de saberse elegidos, que al tontísimo tema que les activa los codos. Aplauden los manifestantes su propia decisión de pasar frío por una idea como aplauden a los que completan una maratón casi más para calentarse las manos que por elogiar su gesta.

Cuando uno empieza a ir de invitado a programas de televisión, a aquellos que, en realidad, no han conseguido un público realmente entregado, conoce a la figura de regidor, una persona joven y enérgica que, con un pinganillo en la oreja, se dedica a levantar una mano cada vez que considera que una entonación, un chiste malo o una declaración ácida de algún invitado, debe ser regada con aplausos. Y el asistente, que se siente privilegiado por estar en la tele, aplaude lo que sea, lo que diga el chico del pinganillo, lo que le digan que debe ser aplaudido. Así hemos convertido en poliespan el 90% de los aplausos que dan y damos, como el café excesivamente decorado y excesivamente caro para ser de verdad casero, como el amor demasiado precalentado que se toma para tapar el agujero del estómago que deja la soledad. Aplausos de calor frío que solo abrigan a quien cobra de ellos.

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