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Somos un país ruidoso, no estoy descubriendo ninguna partícula subatómica empezando así, lo somos y lo notas en cuanto cruzas una frontera, sobre todo hacia arriba y entras en una cafetería. Vivimos cómodos en el ruido sin que esto sea criticable o no, como un ... hecho irrefutable y, muy probablemente, irremediable. Y no es que a los demás países no les guste el ruido. No hay más que esperar a que nuestra ciudad se llene de extranjeros por algún acontecimiento deportivo para verles por las calles y en las terrazas emitiendo decibelios que, probablemente, en su país le serían vetados y que aquí consideran que son tolerados porque, en realidad, lo son.
He podido vivir, en Holanda, escenas cotidianas en las que personas en una cafetería recriminaban a un ciudadano usar un volumen demasiado vehemente en su mesa y ver como este aceptaba la regañina consciente de que estaba cometiendo un acto inadecuado y bajando el volumen hasta, al menos, el siguiente güisqui. Lo he visto pensando que, en nuestro país es dudoso que a alguien se le conceda autoridad cívica por reclamar silencio en cualquier espacio público y que, probablemente, el solicitante acabase recriminado por el emisor de ruidos y, probablemente, no defendido por el resto del local.
No lo digo como crítica, toda la vida aquí me he acostumbrado a no esperar que, en un lugar público, nadie tenga en cuenta el deseo de calma del resto de parroquianos. A que la tele esté en todos puesta al volumen suficiente para que la puedan escuchar los camareros mientras esperan a que alguien pida otra de calamares. A ir en los vagones de tren con auriculares, a que las discusiones las gane el que más grite y a que, incluso en el cine, sea cada vez más complicado que se te permita ver la película sin los comentarios del espectador.
Pero a estos ruidos se han incorporado ahora otros, consecuencia del cambio que ha supuesto en nuestra vida la llegada de los móviles. A la charla airada se ha sumado el ruido del que está teniendo una conversación telefónica con alguien, un ruido inquietante porque sólo nos permite oír una de las voces y, por tanto, ni siquiera sumergirnos en la trama de la conversación. Se han unido los sonidos de los mensajes de voz que escucha un tipo sin tener la delicadeza de ponerse esos auriculares tan caros que lleva en el bolsillo, el ruido del que se pone un vídeo de YouTube para entretener al café, el de ese grupete que se pone su música con el sonido estrangulado que provoca el altavoz del móvil. Ya digo, no me quejo, me he criado así y, seguramente, he sido yo la bocina molesta de alguien en algún momento de mi vida. Pido perdón bajito.
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