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Hay en el ambiente una cierta rebelión de los médicos inédita en la España moderna. De pronto, las batas blancas están expresando un malestar que esconde una seria crisis de identidad. Tampoco está muy claro si el problema reside en que consideran que cobran poco ... y trabajan mucho o que su profesión ha perdido el respeto reverencial de antes; que son pocos para tantos pacientes o que son muchos y hay demasiada competencia entre ellos. Probablemente un poco de todo porque su profesión se ha proletarizado, paradójicamente, al mismo tiempo que se les considera uno de los pilares del estado de bienestar.
La intensa demanda de la sociedad hacia la asistencia sanitaria ha situado un enorme foco de presión sobre los empleados públicos del sistema de salud, al tiempo que su profesión, antaño venerada y respetada como pocas, ha pasado a funcionarizarse para lo bueno y para lo malo. Lo bueno es que como empleados públicos tienen una envidiable seguridad en el puesto de trabajo y, lo malo, que han descendido algunos escalones del pedestal social. Hace años nadie hubiera imaginado a respetables doctores recorriendo las calles bajo la pancarta y con el megáfono. ¿Huelga de médicos? Era impensable. ¿Dejar colgado al paciente a la puerta de la consulta? Inimaginable.
Ahora la gente se queja de que no les escuchan. Que los despachan como si fueran un número. Que la gente antes se fiaba ciegamente de su palabra, de su diagnóstico, de su remedio. Y ahora quiere una segunda o una tercera opinión. Que les discuten su dictamen y evaluación del mal porque el paciente lo ha consultado antes en Google. La gente quiere a su médico siempre en guardia, siempre en urgencia, y, al tiempo, reclama al psicólogo, al confesor, con su secreto profesional y todo.
Luego está la medicina privada. Por un lado la gran amenaza, y por otro la dorada aspiración aunque, en secreto, aspiran a ser llamados por las empresas privadas porque pagan el doble que el Estado. Y como su negociado se ha convertido en ariete de campaña electoral se les utiliza como instrumento político al servicio de sindicatos y partidos. Es la última estación de la crisis de identidad. La medicina al servicio de las campañas electorales o de los candidatos, normalmente de la izquierda que son los que prometen muchos funcionarios a cargo del Estado. Pero un doctor nunca ha sido un funcionario. Ahora el manoseo político va más allá. Ha llegado al terreno de la intimidad del paciente y si puede o no contarle a su médico lo que le pasa en su lengua materna. Dicen dos mil médicos en Cataluña que solo les hablarán en catalán.
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