Este miércoles compareció ante los magistrados de la sala de lo Penal del Tribunal Supremo, en condición de investigado, el fiscal general del Estado (el fiscal del Gobierno en palabras de Pedro Sánchez) acusado de un presunto delito de revelación de secretos con la ... difusión de datos relativos a una investigación por delitos de defraudación tributaria y falsedad documental contra un particular. Un hecho sin precedentes en la historia de la democracia española, que afecta gravemente a la imagen de una institución cuya misión constitucional es: «Velar por el respeto de las instituciones constitucionales y de los derechos fundamentales y libertades públicas con cuantas actuaciones exija su defensa. Ejercitar las acciones penales y civiles dimanantes de delitos y faltas u oponerse a las ejercitadas por otros, cuando proceda».

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Sobre la culpabilidad de Alvaro García Ortiz existe una sólida base indiciaria basada en los informes de la Guardia Civil (UCO) y testimonios incriminatorios de personas tan solventes y creíbles como los de la fiscal superior de Madrid y el exfiscal de delitos económicos. Además, pesan sobre su desempeño acusaciones de posible destrucción de pruebas con un borrado masivo de los mensajes de su móvil en plena investigación judicial. El hecho de que el Tribunal Supremo hay desestimado el recurso de una asociación de fiscales contra su nombramiento por el Gobierno, no solapa el que varios de sus actos administrativos hayan sido declarados nulos como el nombramiento de la fiscal Dolores Delgado como Fiscal de Sala y otras irregularidades.

Parecen suficientes elementos como para que un cargo político presente su dimisión en aras de preservar la calidad de la democracia. Al menos eso es lo que defendían en su momento con ardor, no solo los partidos de la nueva política salidos del 15-M, como Podemos, sino los que venían a regenerar la democracia como Ciudadanos y, por supuesto, el neosocialismo encarnado por Sánchez.

A todos se les llenaba la boca de la palabra de moda: ejemplaridad. Pablo Iglesias impulsó un código ético para su formación que, aplicado hoy a los cargos públicos, incluidos ministros salpicados en la compra de mascarillas a la trama de Koldo, pasarían rápidamente a la vida civil. Por no hablar de la fallida campaña para suprimir la prerrogativa del aforamiento para que diputados, senadores y otros cargos públicos pasarían a ser juzgados por tribunales ordinarios. «Para que los ciudadanos vuelvan a creer en la política» se decía. En 2018, el candidato Sánchez se comprometió a suprimir los aforamientos en sesenta días, renunciando a cualquier privilegio jurídico derivado de la condición de electo. Hasta ahora. Nadie dimite. La ejemplaridad brilla por su ausencia y los aforamientos están más vivos que nunca.

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