Hay que cambiar el chip. Salir a comer fuera ya no es lo que era. Hay que desterrar los viejos hábitos. Se acabó aquello de improvisar en el último minuto una cena en un restaurante de moda con los amigos. O quedarse echando una partida ... de cartas en la mesa después de comer. Dejar de cancelar una reserva por olvido o despiste, te puede costar media paga extra. El mundo de la restauración está cambiando los usos marchas forzadas. Ahora hay que saber con semanas, o meses de antelación, dónde vas a querer cenar ese día, con quienes y con cuántos comensales. Incluso, cuánto te vas a gastar. El verano es, además, una temporada en la que la excepcional demanda sobre chiringuitos, mesones, tabernas, gastro-bares, convierte la tradición de salir a cenar fuera en una misión cada vez más engorrosa y ardua.
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Un amigo acaba de comentarme que al intentar hacer una reserva en un chiringuito premium de Baleares, para el mes de julio, le han avisado de que la condición es que cada comensal consuma un mínimo de 150 euros (incluidos menores). Para qué hablar de que cada vez más locales exigen, o un anticipo a fondo perdido, o un número de tarjeta de crédito para formalizar la reserva. Olvídate -en locales con mucha demanda- de reservar con equis meses de antelación. «Hasta el día 20 del mes que viene no aceptamos reservas», advierten. Si no llamas ese día, a primera hora, ya te puedes despedir.
Lograr una mesa se ha convertido en la hazaña del verano. Impensable la tradición de echar unas cañas con aceitunas en determinadas terrazas para hacer tiempo en medio del 'shopping'. «Las mesas están reservadas solo para los que consuman gambas», he podido leer por ahí. Antes, cuando te sentabas en una mesa, te levantabas cuando el cuerpo te lo pedía o cuando se iban los camareros. Ahora hay turnos. Turnos de hora y media para cenar. Si te sientas a las ocho de la tarde, hacia las nueve y media te invitarán amablemente a levantarte; si no te has ido antes hostigado por las miradas implacables de los que esperan desasosegados en la fila.
Es cierto que la restauración, en general, ha mejorado mucho en calidad y variedad. La profesionalización del sector que antes estaba en manos de familias, amateurs, cocineros de tradición, ahora es un negocio de inversión y riesgo. Hay que entender que, por ejemplo, el 'Amalia' de San Sebastián le sacudiera 510 euros de penalización a una mesa de tres que no canceló a tiempo la reserva. Pero de ahí a convertir el hecho lúdico de salir a comer en una carrera de condiciones, cláusulas, restricciones, hay un trecho. Hay que darle al cliente un poco de cuartelillo y, en todo caso, equilibrar un poco los derechos. Y facilitar, por ejemplo, la libertad para devolver a la cocina platos que no pasen el control de calidad o no hagan justicia a la descripción de la carta. Hay que cambiar el chip, si, pero todos.
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