Todos somos bordes algunas veces. Nos mostramos ariscos, antipáticos o cortantes por tener un mal día, por actitud defensiva ante un agravio o sin saber el porqué, por mera inercia. Pero ser borde todo el tiempo, la práctica constante de mostrar aspereza a los demás, ... sin excepciones, requiere vocación, profesionalidad y entrega: es un sacerdocio. El borde auténtico se parece al tonto en que ninguno de los dos descansa nunca. Pero se diferencia de este en que el ejercicio de su ministerio suele ser voluntario y consciente; el tonto ni siquiera sabe que lo es. Aunque también hay bordes inconscientes, de antipatía ontológica. Con frecuencia esgrimen una brutal sinceridad, que nadie les ha pedido.
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El borde profesional no suele ser tonto, pero tampoco inteligente. Puede que ahí resida la causa de su beligerante actitud y carácter de lija. El borde es borde con el prójimo como un escudo, para que lo tomen en serio y no lo rechacen, pues en el fondo se sabe absurdo. Pero ese rechazo y absurdidad se producen precisamente porque es un borde, no al revés. Se trata de una paradoja, una pescadilla que se muerde la cola. El borde, además, es un desconfiado. Cree que quieren engañarle, timarle, también por eso es borde, para que vean que con alguien de su mala leche no se juega.
No hay que confundir al borde con el torpe social, que puede ser un pan de Dios y resulta un borde a su pesar, solo porque no sabe evitarlo. Sin embargo, sí son bordes, del tipo sibilino, los buenos abominables, esos malos bichos camuflados que intentan ponernos en nuestro sitio ayudándonos a descubrir cosas feas de nosotros mismos que nos conviene saber para mejorar, ser más buenos y tratar de parecernos a ellos.
El borde puro es como un escualo: nada siempre y muerde por doquier. Es probable que sea un amargado debido a razones abstrusas, peregrinas o de oscuridad muy íntima. Por último está el borde impostado, que se muestra como tal por puesta en escena, para hacerse el interesante. Es un borde de esta clase un famoso escritor francés que se obstina en ir de 'enfant terrible'; tuve que aguantar sus desplantes en una relación profesional. Ir de 'enfant terrible' sección borde cumplidos los cincuenta resulta patético. Nunca está justificado ser un borde recalcitrante, pero lo que puede pasarse más o menos por alto durante la desorientada e impertinente juventud no tiene pase con medio siglo a cuestas. Todo lo contrario. A partir de esa edad uno debe mostrarse simpático, sonriente, ecuménico y pasar de los bordes tanto como de la compañía de los pesados, que son otra clase de bordes, quizá la peor y más dañina.
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