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Cuando en sus concienzudos viajes por España, realizados entre 1790 y 1810, llegó a Logroño Gaspar Melchor de Jovellanos, mostró su estupor por las barrocas torres gemelas de La Redonda, si bien debieron agradarle el pórtico de San Bartolomé y la aguja de ... Palacio. Pero lo que más le impactó al ilustrado asturiano fue, sin duda, el Palacio de la Inquisición, un notable edificio situado en la zona de Valbuena, y que fue pasto de guerras y desamortizaciones a lo largo del siglo XIX, sobre todo tras la disolución del Santo Oficio, hace ahora justo 200 años. Cuentan, como anécdota, que los propios inquisidores quemaron muchos de los expedientes, para evitarse problemas con las familias de los penados, pero no es menos cierto que otros tantos de aquellos pliegos fueron reutilizados por carniceros y pescateros como envoltorio de sus productos.
Desde 1570, la ciudad de Logroño se benefició del poder que emanaba del Tribunal de la Inquisición cuyos restos, por desgracia, permanecen bajo aparcamientos provisionales, que el Ayuntamiento del entonces alcalde Revuelta se comprometió a eliminar en el 2007. Y no solo no lo hizo, sino que lo amplió, años después, con más plazas.
A la peregrina idea del actual Ayuntamiento de consultar a la ciudadanía para que elija si se mantiene el parking tal y como está, excavar los restos arqueológicos del Palacio de la Inquisición o perpetrar un fifty-fifty, añadiría alguna otra ocurrencia más.
¿Por qué no derribar Santa María de la Redonda y toda su parroquia? Si uniéramos este solar con la plaza del Mercado y montáramos un parking gigante en altura, como los de Chicago o Singapur, habríamos solucionado el problema de los aparcamientos en todo el Casco Antiguo o Casco Histórico, como comenzó a llamarlo Cuca Gamarra en su última etapa como alcaldesa, nueva denominación a la que Pablo Hermoso de Mendoza y su equipo también parecen haberle tomado cariño.
Eso sí, un Casco Histórico sin historia; una ciudad verde, sin jardines, y aparcamientos a tutiplén para que el ciudadano pueda recorrer andando al menos 400 metros, de uno a otro, sobre adoquines de colores.
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