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Siempre me ha parecido que viajar está muy sobrevalorado y, aunque les entiendo, nunca he compartido esa afición desmesurada al viaje de algunos de mis ... amigos. Cuando regresan encantados de sus recorridos y alaban, entusiasmados, lugares, paisajes y monumentos de lejanos países, suelo decir en tono de broma: «Yo estuve una vez en Biarritz y ya conozco el extranjero». Sí, conocí el extranjero el mismo día que al aparato de televisión; fue en Bayona, a mis diez años, en un viaje en autobús a Francia, organizado por mi colegio logroñés y al que fuimos todos los internos. Era en los años sesenta, tiempos en los que el extranjero permitía ver y comprar cosas que no había en España, como platos de duralex y cuchillos de sierra. Llamó mi atención aquella especie de bazar o supermercado de Bayona, que me pareció gigantesco porque en Logroño no había nada parecido, y que pregonaba a la entrada: «Tout pour cent francs», o sea que todo valía doce pesetas al cambio, hoy la irrisoria cantidad de algo menos de diez céntimos de euro. Y, en el escaparate de una tienda corriente, nos paramos ensimismados a contemplar aquella especie de radio con pantalla, en la que un señor muy serio leía las noticias. Ya sabíamos de la existencia del televisor, pero nunca lo habíamos visto. Probablemente aquella fue una de las pocas cosas que me han producido sorpresa en los viajes ya que, después, cuando viajaba a alguna ciudad, siempre encontraba lo que esperaba: la exacta catedral de las postales, el mismo alto edificio que aparecía en el cine, el igual conjunto escultórico que salía en un programa de televisión... ninguna novedad; y enseguida me di cuenta que viajar no era lo mío. Me daban envidia los amigos que disfrutaban organizando un viaje y que eran felices subiendo al autobús, al tren o al avión, pero no era mi caso, que sólo disfrutaba en el viaje de vuelta porque se acababa.
He de reconocer que los negocios relacionados con el viaje han sabido crear, en muchas personas, la sensación de que las vacaciones no son tales si no viajas, y esta gente se ve obligada a viajar a otros lugares, cuanto más lejos mejor, porque si no parece que no está de vacaciones. En mi niñez éramos felices viajando en burro un par de kilómetros para comernos un bocadillo; en la adolescencia, la felicidad era recorrer en bici diez kilómetros, toda la pandilla, y comer en cualquier sitio lo que llevásemos. Sí, la felicidad del viaje es muy relativa. Lo que exigiría a los grandes viajeros es que no nos aleccionen sobre contaminar, la huella de carbono o el efecto invernadero, porque ellos participan muy activamente en estos efectos nocivos.
Si un avión se estrella, no me busquen entre sus restos. Jamás he subido a uno y no es por miedo. Además, el mantra de que el nacionalismo y la incultura se curan viajando es falso. Se curan leyendo.
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