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El título de esta columna no hace referencia a la acepción más común de la palabra «vereda»: camino, sendero, etcétera, sino a otra, ya en ... desuso, que designaba la prestación personal de trabajo para el municipio. Aunque hoy en día pueda parecer increíble, hubo un tiempo, no demasiado lejano, en el que la inmensa mayoría de los españoles no hacíamos declaración de la renta. No existía el impuesto, salvo, quizás, para millonarios y terratenientes, y el Estado se sufragaba a través, fundamentalmente, de impuestos indirectos, aunque no existiese el IVA. Esto implicaba pocos gastos, nada que ver con el actual despilfarro, y los servicios públicos eran escasos. Como ejemplo, las carreteras secundarias no estaban asfaltadas y, de vez en cuando, llegaba un picapedrero, con maza de hierro y gafas, que golpeaba las piedras de aluvión del río hasta convertirlas en cantillos grijosos, que el caminero utilizaba como gravilla para bachear el firme de la olvidada carretera.
En las ciudades, las tasas, impuestos de radicación y similares podían permitir al Ayuntamiento acometer algunas, aunque pocas, obras, pero en los pueblos había que recurrir a las veredas, en las que cada vecino aportaba su trabajo. Así vi hacer, en mi pequeño pueblo, la acera de la plaza, el paseo de la iglesia, el frontón y, cada vez que se lo llevaba la riada, arreglar el puente de madera, que daba acceso a las huertas del río. La última vez que vi hacer veredas fue hacia el año setenta, cuando trajeron el agua corriente y asfaltaron las calles. Incluso hubo un cura que se atrevió a organizar veredas para arreglar el tejado de la iglesia y, además, clasificó a todos los vecinos del pueblo en tres categorías económicas, según su particular criterio, y les hizo pagar 400, 700 o 1.100 pesetas de entonces para sufragar las obras. Hubo muchas discusiones y protestas, pero todos pagaron. Ahora sería imposible y las veredas no serían permitidas por los sindicatos. Además, quedó demostrado que eso de pagar más el que más tiene no fue un invento de la izquierda, pues aquel cura, que nos ponía los papos colorados a bofetadas, era del nacional-catolicismo de la época.
Aquello de las veredas tenía su importancia social, pues, además de cohesionar a los vecinos, proporcionaba un sentimiento de propiedad compartida, en contraposición con esa otra sensación actual de que el dinero público no es de nadie y, por lo tanto, se puede gastar sin comedimiento e, incluso, puede llegar a pensarse que apropiárselo no constituye una falta grave, ya que no es tiene propietario.
Sí, los tiempos cambian y se supone, y en general sucede, que es para bien. Aunque a veces cueste hacer la suposición.
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