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Que mi bisabuela Romualda había hecho teatro en el siglo XIX se supo por casualidad. Llevaba años ciega, por cataratas y porque no quería salir ... del pueblo para operarse –la operó, en el comedor de su casa, un oftalmólogo que venía a cazar a la villa y supo de su caso– y, en su ceguera, la visitó una amiga, a quien llevaba cuarenta años sin ver, que le preguntó: «¿Sabes quién soy?», a la vez que recitaba unas rimas; entonces, mi bisabuela la abrazó emocionada, porque eran los versos de una comedia que ambas habían representado en su juventud. Así supimos que la abuela Romualda había sentido particular atracción por las candilejas.
Mi abuelo Paco, que toda su vida fue labrador, no se perdía una sola entrega de Estudio 1, aquel añorado programa de la única televisión de entonces en el que, cada semana, los mejores actores del país representaban una obra de teatro. Tenía la costumbre, cuando se trataba de un drama grande, de exclamar: «¡Esto es un Malvaloca!», porque había formado parte del elenco que representó, en el pueblo, el drama de los Álvarez Quintero, estrenado antes en Madrid por doña María Guerrero.
Hace años encontré, entre las páginas de un libro antiguo arrumbado al final del entrepaño y recubierto de ese polvo imposible, azote de alérgicos y vápulo de archiveros, una hojilla multicopiada que anunciaba un espectáculo teatral en Leiva, mi pueblo, el 14 de mayo de 1942. Se trataba de 'El Genio Alegre', la comedia de los Quintero –se ve que los famosos hermanos gustaban mucho en el pueblo– y, al final del reparto, se anunciaba que, al acabar la función, los artistas cantarían coros de 'La Rosa del Azafrán' y de 'La del Soto del Parral'. Mi sorpresa fue comprobar que entre los actores del reparto se encontraban los nombres de mi madre y mis tíos. Luego supe que aquella 'compañía' había representado, en un corto plazo y en el escenario italiano de la villa, más de una docena de obras, con cuyas recaudaciones compraron los bancos de la iglesia parroquial que todavía permanecen en uso.
Con estos antecedentes familiares no es de extrañar que a mis siete u ocho años, me encontrase, vestido de peregrinito –la Virgen Peregrina es la patrona del pueblo y luce, junto al niño, espectacular hábito de peregrino–, recitando los versos de una leyenda mariana de la Calzada Romana. Claro que luego, en la Universidad Complutense, en mi debut en la escena, portando una pancarta, sin decir palabra y estando avanzada la representación, tuve el mal fario de que un espectador gritase: «¡A ver, el de la pancarta, que diga algo!» Y el jolgorio subsiguiente transformó lo que era un duro alegato contra la guerra en espectáculo cómico, haciendo tambalear mi incipiente carrera en el arte de Dionisio... pero esa es otra historia.
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