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En la amanecida de aquel 10 de junio me despertó el estruendo. Temblaron los cristales de la casa y un aleteo de pánico, mezclado con ... estridentes gorgeos de mil pájaros gárrulos se apoderó del parque. Me asomé a la ventana y vi correr a algunos noctámbulos que volvían de celebrar las fiestas de San Bernabé. Una voz gritó: «Ha sido una bomba», mientras el silencio que sigue al drama fue roto por sirenas policiales ululando a lo lejos. Poco a poco, las emisoras de radio fueron precisando el hecho: un coche bomba había explotado junto a la Torre de Logroño, destrozando varias plantas, y una gran bola de fuego se levantaba en medio de la Gran Vía.
Más tarde me acerqué a la Torre y vi el dantesco espectáculo desde la distancia. Se escuchó una voz airada: «¡Pero quién puede hacer esto! Son gente mala». Me hizo reflexionar sobre el concepto de maldad. Siempre había creído que la bondad o maldad eran producto de las circunstancias, que no era algo genético, pero me entraron dudas. Sí, eran malos los que ponían las bombas, pero había más gente mala: quienes hacían labores de seguimiento a personas, para que les pegaran un tiro en la nuca; los que dibujaban dianas con nombres o fotografías en el centro; quienes quemaban autobuses y mobiliario público o gritaban «mátalos, mátalos»; aquellos que hacían el vacío a niños y mujeres e, incluso, quienes, tras el asesinato incomprensible de un trabajador y ante la pregunta de por qué habrían matado a ese hombre, contestaban con el cinismo de la frase: «Algo habrá hecho». Me convencí de que existía gente mala por naturaleza, personas de mala índole que, por un extraño atavismo genético, no conocían la bondad ni la compasión y a los que dominaban el odio y el resentimiento. Sí, eran malos, aunque ellos se creyesen buenos e, incluso, salvadores de no sé qué patria inventada.
Ahora, sin embargo, otra vez quieren hacerme dudar. Me dicen que aquellos, que yo creía malos, en realidad son buenos, que existe un terror malo, que mata y tortura, y otro no tan malo, casi bueno, que hay que amnistiar; como en la Torre de Logroño no murió nadie –sólo destrozaron un montón de viviendas e inundaron de pánico y terror la ciudad– quizá lo hicieron los menos malos, casi buenos. ¿Habrá distintas clases de terror? Me lo dicen desde privilegiados lugares, desde el Parlamento y las alturas del Gobierno. Son gente que sabe o debería saber. ¿Estaré equivocado y no existe la maldad ni las sociedades enfermas? ¿De verdad, habrá un terrorismo menos malo, casi bueno? Vuelvo a dudar, pero la duda se desvanece cuando retorna a mi memoria el estruendo aleve y ensordecedor que me despertó aquella mañana de San Bernabé, insensato monumento a la maldad y al terror, el ruido de la bomba.
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