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Escuché en algún medio que en una de las manifestaciones en Ferraz, ante la sede del partido gobernante –unos dirán que son algaradas violentas y ... otros que son jarabe democrático–, se encontraba un ciudadano que portaba una pistola. Parece que tenía derecho a llevarla pero, según los expertos en la materia que comentaban el hecho, sólo en su trabajo y no en una actividad privada. Eso me recordó que yo también había llevado por las calles de Madrid una pistola.
He de reconocer que he sido una persona más bien miedosa, sin exagerar, pero miedosa; el arrojo militar lo admiraba mucho como lector o espectador, pero no formaba parte de mi carácter, así que cuando me tocó hacer la mili, se me hacían tan cuesta arriba los trece meses ininterrumpidos de servicio a la patria que decidí hacer la milicia universitaria, que eran diez meses repartidos en tres períodos, el último de los cuales con buen sueldo, como alférez o sargento eventual de complemento. Así que, a pesar de mi no demasiada valentía, acabé siendo, durante cuatro meses, oficial de artillería de campaña del ejército español. He de reconocer que aunque no me gustaba como profesión, no se me daban mal los quehaceres de la vida militar y, con la perspectiva de la edad, creo que aquellos meses no venían tan mal a los jóvenes como yo pensaba.
El día en que me incorporé, con mi estrella de seis puntas en la bocamanga, a aquel perdido destacamento de artillería en la sierra de Guadarrama, el capitán de la batería me alargó una pistola del nueve largo –eran los tiempos en que el terrorismo de ETA campaba a sus anchas y había ocurrido cierto incidente o amenaza en el cuartel, que causó que las guardias se hicieran con una bala en la recámara, por lo que no era raro que en los cambios de guardia sonase algún disparo no deseado y acabase agujereado el techo del porche– y me dijo: «Llévala siempre encima y me la devuelves dentro de cuatro meses, cuando te vayas». Y añadió con un punto de sarcasmo: «Por tu bien». Y todos los días, colgada al cinto de mi uniforme de campaña, andaba por las calles de Madrid y por su metropolitano mi pistola del nueve largo; eso sí, en cuanto llegaba al piso que compartía con dos amigos, la escondía en el fondo de un cajón hasta el día siguiente.
Es curioso el efecto que puede causar en una persona, aunque sea un poco miedosa, como yo, o quizá precisamente por eso, el hecho de llevar pistola. Sentía una patente sensación de seguridad, fuese o no real, al circular a horas intempestivas de la amanecida por lugares solitarios, como si la pistola alejase peligros a la vez que hircocervos. Ni que decir tiene que a lo más que disparé fue a latas en el campo de tiro, practicando con otros oficiales, pero el día en que falleció mi suegro, me faltó tiempo para entregar a la Guardia Civil sus dos pistolas, igual que devolví a mi capitán la del nueve largo cuando terminé mi servicio como alférez. Ya he repetido que soy una persona más bien miedosa.
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