Secciones
Servicios
Destacamos
No parece muy sensato hablar sobre el piropo, en los tiempos que corren pero, a partir de cierta edad, la sensatez como autocensura es sólo ... una palabra aguda. Sí, ya sé que el piropo ha caído en desgracia, probablemente con razón, pues no es fácil separar la moderación del exceso, y yo no voy a ser un defensor a ultranza del piropo, entre otras cosas porque he sido siempre incapaz, probablemente por timidez, de practicar esa peculiar lisonja o lo que sea.
No hace mucho contaba el sopapo que había recibido mi amigo Boris por poner en práctica el piropo, pero el otro día coincidí con mi buen amigo, después de varios meses sin verlo, y me contó los detalles exactos del incidente: se disponía a entrar a una oficina bancaria madrileña, cuando vio a una señorita, que salía por la puerta giratoria, y sostuvo la otra puerta exterior, mientras decía «pase usted primero». La mujer, sin mediar palabra, le dio un bofetón que lo arrojó al suelo, y se fue diciendo «estoy harta de machistas», mientras Boris se levantaba abochornado por las miradas de quienes contemplaban la escena.
El asunto me preocupó, porque yo estaba muy tranquilo con la versión inicial de que la causa del bofetón fue un piropo, ya que jamás podría ocurrirme a mí, incapaz de piropear a nadie, pero sujetar la puerta para ceder el paso sí que tengo costumbre, desde que de niño aprendí las reglas de urbanidad. En mi juventud, mis amigos piropeantes tenían más éxito con las chicas que yo, incapaz de practicar las lisonjas –una amiga, ya fallecida, siempre me recordaba cómo su madre le dejaba volver más tarde de las fiestas si yo la acompañaba, lo cual no hablaba bien de mi capacidad de seducción-. Sí, nunca he dicho un piropo. ¡Miento, una vez lo hice! Fue en mi época universitaria madrileña, un fin de semana de febrero. Los exámenes parciales nos hacían estar todo el día estudiando, para compensar lo no estudiado antes, y cuatro amigos de la residencia de estudiantes decidimos dar una vuelta a la manzana para airearnos. Apenas recorridos cien metros, vimos en la acera, caminando hacia nosotros, a una bellísima joven con exótico abrigo de piel. Al llegar a nuestra altura, uno de mis amigos le dijo «guapa»; otro exclamó ¡qué belleza!; el tercero, más atrevido susurró «una rubia así quiero yo de copiloto», aunque no tenía coche ni carnet de conducir. La chica, sin volverse, sonrió con satisfacción y yo me sorprendí a mí mismo diciendo «¡vaya leopardo!. Ella se giró, con mirada entre condescendiente, de conmiseración y molesta, y me espetó: «No es leopardo, es tigre de Bengala», antes de que su risa se mezclase con las carcajadas de mis compañeros. Aquel día aprendí dos cosas: que estaba mejor callado, como siempre, y que la piel de tigre de Bengala es más apreciada que la de leopardo. Y supongo que más cara.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Recomendaciones para ti
Favoritos de los suscriptores
Proyectos que encallaron en el Ebro
Javier Campos
Destacados
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.