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El otro día, mientras huíamos del calor veraniego –aquí, en La Rioja, no podemos hablar de ola de calor porque estamos ante un verano normalito ... y, como decía aquel: «Antes, a la ola de calor se le llamaba verano»–, al fresco de la cueva del vino, y mejorábamos la conversación, al compás de la cata de las cubetas de las últimas añadas, mi amigo Wilfrido, que es muy discreto hasta la tercera copa, espetó de improviso: «Ese es un bobochorra y, peor aún, es un negacionista». No dijo qué es lo que negaba, tampoco hacía falta porque, ya lo tengo dicho, Wilfrido, a veces, pierde la discreción y desbarra, pero quedó en el aire esa sensación, intangible y delatora de que llamar a alguien negacionista es el peor de los insultos.
En las redes sociales, en esa campaña permanente de los que parecen no tener otra misión en la vida que insultar a quienes no piensan como ellos, se utiliza mucho, a modo de flecha incendiaria o de escupitajo en la cara, el descalificativo negacionista, sobre todo referido al cambio climático, a las violencias de género o a la particular visión que suelen tener de los conflictos civiles en la España del siglo XX. De este último tema no merece la pena hablar, pues la historia es la que es y quien quiera tergiversarla, para arrimar el ascua a su sardina, ¡allá él!
De la violencia machista no se me ocurriría nunca negar la evidencia, lo que sí exigiría es mejorar los resultados de la lucha contra esa lacra, dada la ingente cantidad de dinero empleada, pues, si vamos a peor, quizá la estrategia de bombo y platillo no sea la adecuada, o quizá sí, pero se hace mal.
Lo que más me asombra es la rotundidad con que se opina sobre el cambio climático sin tener muchos conocimientos del tema. Yo, que soy de ciencias y siempre me ha interesado lo relacionado con el clima, reconozco que no tengo opinión clara. Parece cierto que está subiendo la temperatura del planeta y es más que probable que la actividad humana tenga algo que ver; y, aunque no tuviera –recordemos que las erupciones volcánicas pueden distorsionar el clima durante años, o que en el siglo IX Groenlandia era verde–, habría que luchar igualmente contra la contaminación y el efecto invernadero, producido por gases y vapor de agua, pero no puedo afirmar ni negar nada porque no lo sé. No estoy capacitado para ello. Por eso me sorprende la rotundidad de aquellos que transforman todo en frentismo ideológico y se lanzan al vacío de opinar sobre lo que no saben, haciendo gala de un seguidismo inexplicable; y, encima, descalifican, cuando no insultan, a quienes se muestran dubitativos sobre lo que no conocen. ¡País!
¡Ah! Y no me llamen negacionista. Quiero poder seguir saliendo de casa. Sin estigmas.
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