En mi infancia, los jóvenes hablaban de la guerra de sus padres, ahora los niños hablarían de la guerra de sus bisabuelos, pues los abuelos de los actuales niños eran quienes hablaban de la guerra de sus padres. Todos sabemos que las historias guerreras que ... cuentan los abuelos suenan a batallas de tebeo en los oídos infantiles, las de los bisabuelos son tan lejanas que no tienen sonido. A mí me contaba la guerra de Marruecos quien la había sufrido y sobrevivido, pero me resultaba una guerra africana muy lejana, con reminiscencias del Guerrero del Antifaz. Cuando me contaban la Guerra Civil española, era otra cosa, porque bajaban la voz y miraban hacia los lados, como si estuviesen faltando a algún sagrado mandamiento –tanto si hablaban del tío muerto en el frente, como si lo hacían del pariente clérigo pasado por las armas en Paracuellos del Jarama, como si mencionaban al primo fusilado por ser maestro de la República–. Cuando me contaron la guerra del Rif y el vergonzoso y estrafalario viaje en barco de los soldados –que tengo contado en mi novela 'La sonrisa de Trajano'– acabé leyendo la trilogía de Arturo Barea sobre aquella guerra sin sentido; los relatos de los supervivientes de la Guerra Civil me hicieron leer muchos libros –primero de un lado, luego del otro–, pero no comprendí del todo la cruda realidad de la guerra hasta que leí el de Pérez-Reverte, impecable en su imparcialidad.
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Las guerras cuesta olvidarlas, pero se olvidan en una, a lo sumo dos, generaciones, excepto la Guerra Civil española que ya lleva cuatro generaciones a las que no dejan olvidarla; y me temo que tendrán que envejecer nuestros nietos para que les dejen olvidar el franquismo. Lo más llamativo, a veces indignante, es que algunos que no lo conocieron se empeñen en contarnos cómo era el franquismo a quienes lo vivimos y sufrimos. Lo malo de las guerras es que casi siempre suelen morir los mismos, cebándose las batallas con las gentes sencillas. Un rudo y pobre comunista, a quien mi padre, a sus once años, bañaba la barba, antes de afeitarse en la peluquería de mi abuelo, le dijo en el 36, cuando le subían al camión para fusilarlo: «Niño, ya no me vas a enjabonar más la barba». Trabuco era un burreño de gran alzada, que le requisaron a mi otro abuelo y dejó de trabajar en las labores del campo para ir a la guerra, igual que hizo el impetuoso de mi tío con diecisiete años alocados; estando el joven en Zaragoza, en un descanso del frente del Ebro, oyó unos rebuznos que le llamaban y era Trabuco, que se alegraba de verlo y le daba, contento, con los belfos. Ninguno de los dos volvió vivo a casa.
Es bien conocido el dicho de que no habría guerras si fuesen a primera línea los hijos de quienes las promueven, pero no suele ser el caso. Sí, en las guerras todos los bandos hacen barbaridades y casi siempre mueren los mismos, como en la guerra de papá, que unos políticos generosos intentaron que olvidásemos, pero otros, no tanto, se empeñan en no dejarnos olvidar.
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