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Apenas apagados los ecos de Navidad, comienzo esta columna el día de los Inocentes, aunque las nuevas generaciones poco saben de esto –no he visto ... a nadie con un muñeco de papel en la espalda ni a niños cantando aquella vieja cantilena: «Los inocentes, los inocentes, que llevan carga y no lo sienten...»–. Reconozco que siempre he sentido debilidad por la Navidad, por su simbolismo, sus belenes, sus luces, sus villancicos..., sin duda rescoldo de aquella niñez en blanco y negro, a la que estos días ponían algo de color, y del gris internado logroñés, abandonado temporalmente en estas fechas, como una liberación.
Es un hecho que los viejos símbolos tradicionales navideños han perdido peso ante los importados: portal y pastores dejan paso a Santa Claus, renos y elfos, como una micosis lenta, sin prisa y sin pausa, pero irreversible, que aboca a una Navidad anglosajona, en la que la única excepción son los tres Reyes Magos, salvados del inevitable «apartheid» por el detalle, nada intrascendente, de que llegan cargados de regalos.
Lo que más me llama la atención de las actuales navidades es la contradicción en la que se desarrollan: ese difícil maridaje, por no decir imposible, entre el origen de la celebración, el misterio cristiano de la Natividad, y el obligado laicismo que nos invade y que intenta eliminar cualquier eco religioso. Desaparecidos de la decoración de las calles los antiguos símbolos: cuna con niño, estrella, reyes, ángeles... –aquí, afortunadamente, nos queda el monumental belén del ayuntamiento–, la decoración ciudadana se reduce a grandes abetos de plástico y luces. Muchas luces. Como si con su brillo artificial se quisiera borrar la luciérnaga interior de la tradición. Incluso algunos se resisten a desear «Feliz Navidad» y lo sustituyen por «Felices Fiestas», «Felices Días» o, en el colmo de la ridiculez, «Feliz Solsticio de Invierno».
Siempre he pensado que el agnosticismo, en materia religiosa, no está reñido con mantener las tradiciones que, en el fondo, constituyen la esencia de los pueblos. Ese empeño que ponen algunos en borrar herencias populares y familiares, sustituyéndolas, en ciertos casos, por otras foráneas, me parece un sinsentido , pues es bien sabido que la memoria de infancia es imborrable, ya que nace en los recovecos de la niñez que, como dijo el gran poeta Rainer María Rilke, es la auténtica patria del hombre. Por ello, siguiendo la tradición, me permito felicitar a todos el Año Nuevo, otra vez, con el villancico que, de muy niño, me cantaba mi bisabuela:
«–Madre, en la puerta hay un niño
más hermoso que el sol bello;
el pobrecito está en cueros
y dice que tiene frío.
-Anda y dile que entre, se calentará,
porque en este mundo ya no hay caridad
y, el que la tiene, no la quiere dar».
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