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Un periodista contaba cómo en uno de sus viajes por el medio oeste americano, por la América profunda, escuchó a una joven decir que jamás ... viajaría a Nueva York porque era la ciudad del pecado. Lo decía a propósito de las elecciones estadounidenses, como explicación del voto conservador a Donald Trump. A mí, más interesante que el trasfondo electoral del asunto, me resultó la expresión en sí: «La ciudad del pecado», que nos puede transportar tanto al título de una novela negra, sobre la silueta de Humphrey Bogart con sombrero Panamá, ajada gabardina y el inevitable cigarrillo en los labios, como a los relatos bíblicos de Sodoma y Gomorra y del diluvio universal; y me retrotrajo también a mi juventud, en la que las bailarinas del can-can y el mítico barrio de Pigalle, mostrados en las pinturas de Toulouse- Lautrec y en alguna película de la Bardot, convertían a París en la ciudad del pecado, aunque creo que tenía más de deseada que de temida.
¿Qué es el pecado, más allá de las interpretaciones, generalmente interesadas, de las distintas religiones? Parecería sensato pensar que sería pecado hacer el mal en sus distintas formas; y en eso suelen estar de acuerdo casi todas las confesiones, pero no en la definición del mal, pues históricamente el mal y el bien lo han acomodado a sus intereses. Objetivamente, una de las encarnaciones del mal es la guerra, pero la historia está llena de cruzadas y guerras santas por toda la superficie del planeta –aún las hay–, y quienes mataban y morían no pecaban, al contrario, iban directamente a sus respectivos paraísos –resulta insólito, pero todavía hay quien cree que matando puede ir al paraíso–. Un alto cargo de la Unión Europea se quejaba amargamente de que, en uno de los actuales conflictos armados, no se respetaban las leyes o normas de la guerra. Debe de ser el único que no sabe que jamás, en guerra alguna, se han respetado esas supuestas leyes –hay que ser cínico para establecer normas en una guerra–, pues la guerra es 'per se' la barbarie, la mayor degradación humana, la vergüenza de la civilización; y en ella tienen cabida todas las maldades inventadas por el hombre, como vemos a diario.
Volviendo al título, a la mujer que nunca visitaría Nueva York porque es la ciudad del pecado, yo me pregunto: ¿por qué Nueva York y no Los Ángeles o Chicago? ¿Por qué no Barcelona, Bilbao o Logroño? Bueno, para considerar a Logroño la ciudad del pecado hay que ser muy optimista, salvo que consideres pecado beber vino en la calle Laurel. El padre rector de mi colegio logroñés decía a menudo si veía a los adolescentes con las manos en los bolsillos: «Usted está terriblemente empecatado». Me temo que, tanto en el padre rector como en la joven americana, el pecado estaba en su imaginación. La ciudad del pecado también.
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