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En la infancia de niebla, territorio / donde habita el perfil de los recuerdos, / hay imágenes, sepia y arco iris, / surgidas del baúl de la memoria. / ... Eran tiempos perdidos, recobrados / por el eterno incendio de las horas, / los días, los meses y los años, / tan prestos a caer del calendario. / Son recuerdos fugaces y marcados / a fuego en la retina de tu historia: / un niño, la peonza, el ruido leve / –la manilla rozando la redoncha–, / la jarcia de chiquillos con matracas, / tocando, Viernes Santos, al Calvario; / el cisco del brasero dando tufo, / prendido en la escalera del invierno; / caravanas surgiendo de la niebla: / viejos alambradores, paragüeros / de arreglo, estañadores, gitanillos / y húngaros, rodando sin destino, / expulsados por hoces y martillos / de una patria lejana... sin olvido. Mas la imagen del cerdo es la más nítida / de aquellos años bárbaros, felices, / de libérrima infancia salvadora: / correrías por bálagos, veredas, / choperas, andurriales y aguadojos. / El cerdito era el rey de la familia, / tenía corte bajo la escalera, / el portal empedrado era su reino, / los mulos de la cuadra: sus vecinos, / y un aroma a chamurra en lontananza. / El fiel cochinerito lo vendía, / tras regate, en aquella furgoneta, / que mostraba el hocico, entre las rejas, / como una especial cárcel de rostrizos. / Instalado en su corte, era la envidia / de animales de tiro, que anhelaban / la harina que comía en su cocino, / sin caer en la cuenta, como el asno / del genial fabulista, Samaniego, / que decía, en llegando la matanza: / «Al trabajo me atengo y a los palos». / Junto al fugaz tamal de la plazuela, / en la negruzca trébede de hollines, / cada tarde cocían un caldero / de peladuras varias, patatillas / y hojas de remolacha azucarera, / que vertían, mezclado con salvado, / en el largo cocino de la corte, / para que el rey de lomos y jamones / ganara las arrobas necesarias / y llegase redondo a Navidad. / Y, si al sacar las camas matutinas / y echar a la femera la basura, / se notaba que el cerdo estaba torpe, / por pesado y grasiento, al hocicar / el negro barrizal del aguadojo, / era señal genética de siglos / para avisar al presto matarife / y proponer la fecha de matanza. / El día señalado, muy temprano, / llegaba, con sus ganchos y cuchillos, / el experto en sangrar, sobre la banca, / en chamurrar con paja de judías, / en recortar, redondos, los jamones / y en deshacer, preciso, al rey depuesto, / que ahora llenaría la despensa. / La casa familiar era una fiesta / de chumarros, chorizos y morcillas, / que luego alegrarían el puchero / del larguísimo invierno y sus simienzas. / Y la corte esperaba otro reinado, / ahuyentador del hambre de posguerra, / cuando aquel lubricán inacabable / envolvía la infancia redentora.
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