De repente, el deseo

En tiempos crispados, bajo un sistema moral impostado y represor, la aparición de un título como 'El último verano', que se decanta en su planteamiento argumental por cruzar líneas prohibidas que coquetean con el escándalo, es motivo de satisfacción por salir de los clichés más timoratos.

A pesar de abordar un asunto delicado y transgresor la película articula sus zonas de conflicto con un fondo y forma sutil y disfrutable, sin caretas. Su atrevida sustancia, por cierto, nada morbosa y gratuita, se puede leer como una gamberrada de la realizadora para desafiar los estándares acomodaticios y proponer un corpus temático polémico.

Un guion entre hermoso y transgresor, ante todo valiente, pone en juego la discreta normalidad, ya casi aburrida, de una mujer de leyes que se encapricha desde el deseo más desaforado por su atractivo y rebelde hijastro. Ella es Anne (Léa Drucker), abogada, lo tiene todo, familia (marido y dos hijos) y una casa que denota riqueza y poder.

La presencia de Theo (Samuel Kitchner), un efebo insolente y engreído, que llega a la mansión para pasar la temporada de verano y calmar su insoportable comportamiento, va a atrapar a Anne en una vorágine insospechada. De manera frívola, sin coartadas, de frente, la mujer madura y el chaval inician relaciones fogosas, captadas con una cámara cercana, buscando el deleite y placer de los cuerpos.

Encuentros furtivos que pautan, no sin moraleja final, una película sobre la pasión, el amor fou, la fuerza irresistible de la libertad y el propósito de probar experiencias vedadas. Pero todo esto tiene un peaje.