Los cementerios son el último reducto del machismo. No se trata de que nosotros nos muramos más. En eso hay paridad e incluso desigualdad porque, en general, nos morimos antes que ellas. Para entender por qué el heteropatriarcado reina en el camposanto, basta responder a ... esta sencilla pregunta: ¿alguna vez han visto ustedes a un hombre arreglando una tumba en un cementerio? Quizás se dé alguna excepción, pero no conozco a ningún varón que asuma estos días la ardua tarea de limpiar, abrillantar y ornamentar nichos, lápidas y panteones. Si no fuera por ellas, las malas hierbas y el óxido acabarían con la memoria.
Mi mujer hará cola esta mañana en las ofertas de flores del Lidl y esta tarde cogerá cepillo de cerdas duras, lejía, Mistol, Netol, pañito blanco, bayeta, cubo de plástico y guantes y se acercará al cementerio para adecentar las tumbas familiares. Como no espera ningún esfuerzo de sus deudos, todos varones, ha dejado por escrito que quiere ser incinerada. A mí no me convence esa opción. Con las cenizas se hacen cosas raras: la mujer que colocó las de su marido en una falla valenciana, el bebedor de Cruzcampo que ordenó que fueran esparcidas en la fábrica de cerveza, la sevillana que lanzó las cenizas de su devoto esposo sobre la imagen y los cofrades de la procesión de El Cachorro… Yo prefiero tumba y epitafio.
Sueño con un cementerio igualitario en el que mi hijo y mi nuera frieguen, froten, enjuaguen y pongan flores a la vez. Y ya puestos a soñar, sería bonito que se repitiera la escena de Zorrilla leyendo sus poemas ante la tumba de Larra y Pío García y Rosa Palo leyeran sus columnas ante mi epitafio quevedesco: 'Articulista más allá de la muerte'.
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