En este octubre raro o anunciador de la serie fatal que vendrá, en el que ya han abierto los puestos de castañas asadas y aún ... no han cerrado las heladerías, se le aguza a uno ese pálpito que inevitablemente y casi sin darse cuenta le asoma a partir de cierta edad y le susurra que las cosas ya no son lo que eran, que se ha perdido tal o que qué se habrá hecho de cuál.

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Influido por ese clima pensaba esta vez: los jóvenes de hoy en día (no puede empezar de otra manera la pregunta cuando a uno le lleva esta afección) ¿cuánto usan y conocen los refranes? Cuando desaparezcamos los que supimos de la carta de ajuste, ¿quedará alguien que hable de monas que se visten de seda, que aún diga «más vale un toma que dos te daré» y que endose oportunamente cápsulas de sabiduría por el estilo? La inercia es imparable y las preguntas se amontonan en el espacio disponible del cerebro aviejado: ¿quiénes serán los que sigan usando refranes? ¿Cuáles sobrevivirán, los más sencillos o los más rebuscados? ¿Predominará un uso más bien irónico, distanciado, posmoderno? ¿Cuál es la posología recomendable para un adulto de más ochenta kilos, con el IMC en el límite de lo saludable? ¿A partir de qué dosis empieza a ser perjudicial su administración?

El bueno de Erasmo (el de Róterdam), a quien no placía España porque se le hacía demasiado llena de judíos mal conversos y que no podía imaginar que acabaría dando nombre al jovial y fecundo programa de intercambios universitarios, dedicó largos años a recopilar (y comentar) algo más de cuatro mil frases hechas, refranes y proverbios en latín y en griego (la obra, de gran éxito durante un par de siglos, se tituló 'Adagios'). Erasmo tenía la sensación de que para insuflar vida al latín de entonces, sin hablantes nativos, claro, venía bien adornarlo con esas expresiones llamativas, sonoras y a veces indescifrables que habían usado los antiguos, perfeccionando así la ilusión de que se trataba de una lengua viva. Pero a su afán coleccionista le guiaba además ese fetichismo por las fórmulas verbales arcaicas y bizarras que también hoy se da: el usuario del refrán camina siempre por una estrecha senda entre la expresividad alborozada y el precipicio del peor casticismo. Y no solo eso: demasiado a menudo la frase lapidaria, la sentencia, la consigna, la exhibición de un símbolo son procedimientos sumarios de zanjar discusiones antes de que ni siquiera empiecen.

Por eso no deja de ser extraño que no se usen más en este siglo de enfrentamientos verbales sin argumentos y tan aficionado a los formatos breves. Por ahí podrían obtener nueva vitalidad refranes y proverbios, como arma arrojadiza prestigiosa, pero probablemente ya es tarde: a buenas horas, mangas verdes.

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