A estas alturas de diciembre ya habrán pasado casi todas las cenas o comidas prenavideñas de empresa (o la comunidad laboral que sea), y el ... sorteo de la lotería del próximo viernes es ahora el único rito que todavía nos protege de la inmersión completa en el ciclo de nochebuena, Año Nuevo y Reyes. Llegan, pues, tiempos de menús: de diseñarlos, de encargarlos, de ingerirlos con habilidad, de esquivarlos incluso, pero, sobre todo, de criticarlos.
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En esta época en la que hasta añadir o no cebolla a la tortilla de patata es cansino motivo de polarización cómica solo a medias, en la que todos somos quejicas y llorones, en la que nos ofendemos con facilidad y en la que perfilamos nuestra identidad indignándonos santamente contra lo que a cada cual le parece, estas fiestas ofrecen para todo eso un menú irresistible, de los que la lengua afectada de la gastronomía llama largos y estrechos.
En la carta de quejas navideñas no puede faltar la preocupación por las novedades: desdén hacia la furia panettonil (lo que es yo, lo prefiero al turrón), molestia por comer roscón antes del día cinco (las cosas tienen su fecha), disgusto resignado por la desvirtuación de la dimensión religiosa, rechazo a modas importadas (abominables villancicos ingleses o norteamericanos y aún más abominables jerséis, por ejemplo), llanto por la espiral (siempre espiral) de consumo, sentida repulsa ante la imposición (que uno, por supuesto, no acepta) de la diversión y el gozo programados.
Es ocasión de recorrer belenes o de negarse a montarlos (no entremos en lo del árbol), de ver cabalgatas lamentando o no que desfilen carrozas exóticas, de prolongar la ilusión infantil de Papá Noel y de los Reyes o de provocar, por convencimiento pedagógico o maldad inconfesable, un descubrimiento anticipado; también, –¿por qué no?– de recordar a los familiares, otra vez infructuosamente, que el espumoso seco combina fatal con los dulces.
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Podremos, en fin, elegir y proclamar nuestra postura sobre la ley de amnistía, sobre la renovación del CGPJ y sobre lo de Gaza, según queramos tener la fiesta en paz o explorar un año más el terreno inseguro y siempre misteriosamente placentero de la discusión familiar.
No hay, sin embargo, que privarse de nada: Navidad y Año Nuevo son ocasiones para los excesos, y lo de las decisiones excluyentes era antes, cuando lo del monolitismo, los yoes pétreos y las identidades rocosas. Ahora que somos todos fragmentados, versátiles y fluidos (salvo excepciones), nada impide que nos demos el atracón del menú completo: disfrutar sencillamente de lo que nos gusta y sacar a pasear, más que durante el resto del año, al cascarrabias que llevamos dentro.
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