Ya es enero bien entrado y estamos en el primer domingo después de Navidad, Año Nuevo y Reyes: ahora sí que ha acabado el ciclo ... de las fiestas. Entre los ritos finales, sin los cuales el cierre es en falso, hay que pasar por el de entonar las oraciones propias del momento: manifestar alivio por que ha terminado el calendario excepcional, afectar entusiasmo por volver a la rutina de horarios y tareas, compartir la alegría de que la siguiente inmersión familiar (de fecha incierta) queda todavía lejos, bromear con que mucho están tardando en retirar luces callejeras y belenes, contar que nuestro árbol sintético y reutilizable ya no pasa de hoy que vuelva a su rincón del armario, confesar que ayer mismo atacamos (sin ganas y dejándolos a medias) los últimos restos de dulces navideños.

Publicidad

Seguro, sin embargo, que a lo largo de estas últimas semanas todos habremos asistido como espectadores a momentos que han escapado de la liturgia habitual, e incluso los habremos protagonizado voluntaria o involuntariamente. Cosas como haber comprado poca lotería o ninguna, rechazar la invitación a comer o beber con firmeza delicada y cortés pero sin excusarse, no dejarse atrapar por las redes de la provocación dialéctica que nos tiende el cuñado de turno (a propósito, ¿para cuándo el indulto de los cuñados?) y, acaso más difícil todavía, no ser nosotros los que caigamos en la tentación de dejarnos llevar por nuestro sadismo y animar la conversación sobre temas que sabemos que la van a armar. En lo que estoy pensando es en cuando uno se comporta así gratuitamente, sin exhibición ni desafío, sin hacer profesión de fe antinavideña ni dar la paliza con que si la perversión consumista, con que si yo me niego a estar feliz por obligación o con que si se ha perdido una autenticidad que vaya usted a saber en qué consiste.

A cuento de todo esto, y en medio del cansino regodeo en lo estoico que tanto se agita últimamente, se puede recordar una carta de Séneca (la 18, por si alguien tiene curiosidad) en la que le calienta la cabeza al pobre Lucilio con el asunto de las saturnales (el equivalente romano a nuestras Navidades, a grandes rasgos). El filósofo cordobés advierte al lector de que para abstenerse de excesos es demasiado fácil el atajo de no participar de las celebraciones y así «mantenerse seco y sobrio cuando el pueblo está ebrio y vomitando», porque lo que el sabio auténtico debe hacer es «no aislarse, ni singularizarse», sino «realizar las mismas cosas, pero no del mismo modo, puesto que es posible pasar el día de fiesta sin desenfreno». Así se las gastaban nuestros amiguitos los estoicos, pero, si me preguntan a mí, diría que tampoco es eso: en algo de desenfreno habrá que caer, creo yo. Por cierto, ya han empezado las rebajas, ¿no?

Este contenido es exclusivo para suscriptores

¡Oferta especial!

Publicidad