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Hay frases hechas que cuando no se entienden bien generan ideas surrealistas: una madalena, con su cumbre dorada y dulce y su papel ondulado, que ... llora tan desconsoladamente como nosotros (o más bien nosotros como ella, según el dicho). Sin llegar a ese extremo, se dan simples confusiones: un especialista en lo que sea (fontanero, fisioterapeuta, mecánico) que no exhibe sus habilidades pero que resuelve con imodestia y decisión cuando se le requiere («la profesión va por dentro»). Alguien que dice que se lava las manos, haciendo un gesto más o menos aspaventoso, al verse ante un trance comprometido del que se desentiende asépticamente (por eso el lavado), pero sin que se le pase por la cabeza ningún prefecto romano. Lo de meter el dedo en la llaga se ha cruzado, parece, con lo de meterlo en el ojo, y la imagen se usa para aludir a casos en los que alguien toca, seguramente a sabiendas, un tema sensible, añadiendo dolor al ya existente. El verbo original de la fórmula, sin embargo, es «poner», y como declara el DRAE «poner el dedo en la llaga» equivale a «conocer y señalar el verdadero origen de un mal, el punto difícil de una cuestión, aquello que más afecta a la persona de quien se habla». Que anden por ahí detrás un Santo Tomás incrédulo y las heridas de Cristo resucitado, queda lejos, creo, de la mayoría de quienes usan esas palabras.

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