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Hay frases hechas que cuando no se entienden bien generan ideas surrealistas: una madalena, con su cumbre dorada y dulce y su papel ondulado, que ... llora tan desconsoladamente como nosotros (o más bien nosotros como ella, según el dicho). Sin llegar a ese extremo, se dan simples confusiones: un especialista en lo que sea (fontanero, fisioterapeuta, mecánico) que no exhibe sus habilidades pero que resuelve con imodestia y decisión cuando se le requiere («la profesión va por dentro»). Alguien que dice que se lava las manos, haciendo un gesto más o menos aspaventoso, al verse ante un trance comprometido del que se desentiende asépticamente (por eso el lavado), pero sin que se le pase por la cabeza ningún prefecto romano. Lo de meter el dedo en la llaga se ha cruzado, parece, con lo de meterlo en el ojo, y la imagen se usa para aludir a casos en los que alguien toca, seguramente a sabiendas, un tema sensible, añadiendo dolor al ya existente. El verbo original de la fórmula, sin embargo, es «poner», y como declara el DRAE «poner el dedo en la llaga» equivale a «conocer y señalar el verdadero origen de un mal, el punto difícil de una cuestión, aquello que más afecta a la persona de quien se habla». Que anden por ahí detrás un Santo Tomás incrédulo y las heridas de Cristo resucitado, queda lejos, creo, de la mayoría de quienes usan esas palabras.
Sobre de dónde viene lo de llevar a alguien al huerto (con el sentido de «convencerlo» o «seducirlo sexualmente», seguimos otra vez al DRAE) hay varias propuestas: unas acuden a la Celestina y al jardín en el que se citan Calixto y Melibea, otras a un suceso acaecido a principios del siglo XX en un pueblo cordobés que ahora sería muy largo contar y las que más atrás se remontan la relacionan con la traición padecida por Jesús en el huerto de Getsemaní.
El repertorio de dichos acuñados sobre la pasión de Cristo no se agota: no es raro oír decir que a alguien «le han clavado» cuando ha sido víctima de una factura excesiva, a menudo en el ámbito de la hostelería, donde también es posible aún escuchar cómo algún cliente, inevitablemente señor añoso, reclama con complicidad y en voz demasiado alta que le traigan «la dolorosa».
Expresiones como «llevar una cruz» o «padecer un calvario» mantienen cierto vigor, no necesitan aclaración y conservan su vínculo con su origen, pero cuando se dice que alguien está o se ha puesto «hecho un Cristo», no creo que se nos haga del todo presente la figura del Jesús torturado de los Evangelios y de la infinita iconografía.
Al revés de lo que ocurre con ritos y procesiones, que no dejan de aumentar en público y participantes a pesar del desapego creciente a lo religioso en casi todo lo demás (paradoja que anda por ahí explicada, pero ese es otro tema), las huellas de la Pascua en nuestra lengua común se van desvaneciendo y muchas de ellas solo se oyen en boca de personas de cierta edad. Que además las usan cada vez más de Pascuas a Ramos.
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