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En una de las piezas de su último libro quería Borges que su lector compartiera anticipadamente con él «el alivio» que los dos habrían de ... sentir una vez desatados ambos «de la triste costumbre de ser alguien y del peso del universo». Para entonces Borges ya vislumbraba (es un decir) que ese descanso estaba cerca; pero los que tenemos la sensación de que aún nos queda larga lucha con los padecimientos de la identidad ¿qué hacemos con esto de la Semana Santa?
Me refiero a alguien que fue a colegio público y ni participa en paso alguno ni pertenece a cofradías, que pese a su edad ya algo avanzada siempre vivió en la parte secularizada del mundo, que guarda recuerdos entrañables, asombrados y neblinosos de la primera procesión del encuentro a la que le llevaron sus padres (¿acabó en el Espolón o en el cruce entre General Mola y Sagasta?, ¿acababa de morir Franco o estaba en ello?), que solo en momentos de debilidad naif de los que ahora reniega se alegró de que la lluvia estropeara procesiones, que, por su profesión, disfruta estos días de prolongadas vacaciones escolares y que reside en la calle Portales, donde se concentra el fragor del meollo procesional.
¿Qué pensar, qué sentir? Hay demasiadas cosas por encima, por debajo, dentro y alrededor para que a uno le parezca sencillamente 'bien' o 'mal': no tiene mucho sentido ser 'partidario' o 'detractor' de tanto como lleva aparejado lo que va del Domingo de Ramos al de Resurrección.
En estos tiempos en los que todo se conjura para disolver los lazos interpersonales e impedir que se formen o sobrevivan más comunidades que las virtuales, ¿cómo no estar a favor de lo colectivo y físico (tambores, hábitos, etc.), de la celebración callejera, del rito comunal y espectacular? Más allá de las creencias ortodoxas en las que se centra la semana ¿cómo no estar también a favor de tener presente la muerte inevitable y de exaltar todos juntos cierta esperanza indefinida que simboliza la resurrección?
Y al mismo tiempo ¿cómo no observar con sospecha y disgusto la excesiva institucionalización?, ¿cómo no estar incómodo ante las conexiones tirando a viscosas (en Andalucía debe ser espeluznante) entre cofradías, hermandades y otras esferas del poder? Autoerigidos en el peor etnógrafo que se puede ser, el del entorno propio e inmediato, ¿cómo no mirar con algo de desconsuelo el regodeo morboso en el tormento del protagonista, las exageraciones penitenciales, los raptos de lo que los iconoclastas clásicos llamarían idolatría (el fervor por tal o cual imagen o talla)? Formas aparentemente primitivas de querer relacionarse con lo misterioso y lo inefable (fetichismos, devociones irracionales) de las que ni mucho menos están libres las almas posmodernas.
Todo un lío, como ven. Y encima, todos los años así. Para más inri.
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