Secciones
Servicios
Destacamos
Una tarde ahora borrosa de 1996 hojeé por algún momento, bajo la debida supervisión, el códice 60 de la Real Academia de la Historia, donde ... están las páginas en las que se escribieron, hace como mil años, las dichosas glosas emilianenses.
Disfrutaba yo entonces de una beca para cursar el doctorado, y parece que por eso, a pesar de haber solicitado destinos que sabía más llevaderos, la autoridad competente decidió que los trece meses de una ya inaplazable prestación social iban a transcurrir en la biblioteca de esa Real Academia. Tuve así la ocasión de ver aquel volumen y de conocer y tratar a seres humanos competentes y estupendos, con algunos de los cuales aún me relaciono (esa es otra historia), pero en el recuerdo pesa también lo vetusto del lugar y de sus maneras.
Por ejemplo: el ordenanza, a punto de jubilarse y siempre de riguroso drill azul, solía formarse su propia idea sobre la valía real de los investigadores tras una sencilla mirada de arriba abajo, y, según el resultado, se dirigía a ellos con sequedad y displicencia o servilmente (sin término medio). Cuando se acercaba la hora del cierre, movía ruidosamente las sillas de la sala para ir presionando a los usuarios, a la vez que, si por ahí le daba, voceaba «vamos, vamos, que hoy hay fútbol».
Entre el personal figuraban también varias señoras residentes en el barrio de Salamanca, que habían estudiado Filosofía y Letras en la Complutense en los 60 y que parecían personajes de Margarita se llama mi amor con treinta años más.
La biblioteca solo abría por las tardes y durante cuatro horas, lo que desesperaba a los investigadores que venían de lejos (casi todos) al ver limitadas sus consultas a esos escasos 240 minutos diarios, pero permitía a la directora disponer ampliamente de su tiempo (digámoslo así) y organizar su presencia o ausencia en la institución. Además, las condiciones de acceso eran innecesariamente duras y provocaban a menudo reacciones airadas de investigadores asentados.
A lo largo de aquellos meses cumplí con lo que se me encargó: redactar (a mano: la informatización llegó más tarde) varios miles de fichas de porcones impresos del siglo XVII, que estaban encuadernados como de cincuenta en cincuenta en varias decenas de volúmenes. No sé qué habrá sido de ellas.
Han pasado casi treinta años. La biblioteca abre ahora siete horas, el acceso es menos restrictivo y la digitalización ha atravesado los gruesos muros, pero parece que perdura algo de la inercia inmovilista de antaño y no acaba de entenderse la resistencia a hacer lo que a diario hacen museos, bibliotecas e instituciones culturales en todo el mundo: ceder temporalmente un bien patrimonial con el mero fin de producir una exposición (y dicho sea todo esto sin ninguna complacencia hacia exaltaciones identitarias o fetichismos lingüísticos, contra lo que, si es caso, ya nos desahogaremos cuando haya oportunidad).
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Lunada: el peligroso paso entre Burgos y Cantabria
BURGOSconecta
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.