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La coincidencia de dos casos de abusos sexuales en dos profesores del mismo colegio de Logroño es una de esas cosas que amenazan con hacerte perder la fe en la humanidad. Dos educadores, dos cuidadores que han resultado (uno, por ahora, sólo presuntamente) ser más ... lobos que pastores para el rebaño que los padres les habían encomendado.
Es, de verdad, descorazonador. También lo fue, para los que creemos en que la iglesia es una de esas instituciones que hacen más bien que mal en el mundo, el resultado final del cónclave que convocó el Papa sobre los abusos. Francisco se quedó a media salida, parece, aunque uno entienda que en este tipo de instituciones es más lo que ocurre por debajo que lo que se ve en la tele.
Por consolarme de la desolación que estas cosas me producen quiero fijarme en un cierto cambio en este mismo doble caso de los Jesuitas, en una evolución entre el primero y el segundo.
La primera vez, los Jesuitas tuvieron constancia (y confesión) de un caso de abusos sexuales, y su respuesta fue la tapadera, el silencio y el volver a poner al confeso abusador a cargo de jóvenes y niños durante otra década más.
La segunda vez, esos mismos Jesuitas han obrado de una manera totalmente distinta, apartando al profesor en lugar de tapar el caso. Es un magro consuelo, pero prefiero pensar que es señal de que algo se mueve. Porque predadores sexuales puede haber en cualquier gremio, pero si reciben además la custodia de víctimas indefensas y todo ello en un ambiente opaco y secretista, el resultado es el que estamos viendo. Ojalá algún día deje de haber canallas así, pero mientras, que al menos no les sea tan fácil.
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