Nadie nos recordará
«Cuando escuchemos hoy en día destacar las bondades del imperio español, no nos olvidemos de las miserias. La historia rigurosa no lo hace»
Javier Zúñiga Crespo
Lunes, 25 de noviembre 2024, 22:13
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Javier Zúñiga Crespo
Lunes, 25 de noviembre 2024, 22:13
La humedad es insoportable. El lunes volvió a llover y ya van 10 días seguidos. Este año la época de lluvias está siendo especialmente virulenta ... en Cuba. Aunque Luis y sus camaradas mambises se conocen las montañas de Cubitas mejor que cualquier soldado español, el barro –en algunos tramos les hunde hasta las rodillas– les ralentiza enormemente, mientras las hordas de mosquitos devoran sus cuerpos extenuados. La selva tropical no entiende de bandos ni color de piel. La situación es crítica. Las tropas españolas les pisan los talones desde hace cuatro días, no tienen más comida que lo que les concede el bosque, las aguas están tan enturbiadas que ni beben. Luis, veterano de esta guerra civil, anima a los demás. Deben llegar a Puerto Príncipe como sea, allí sus gentes les auxiliarán y podrán esconderse entre la población civil.
Nunca lo conseguirán. La avanzadilla española les capturaría a la mañana siguiente. Luis Ayestarán, rendido y al borde de la inanición, es hecho prisionero y conducido al Castillo del Príncipe, en La Habana. Una de las prisiones más temidas del Imperio. Es septiembre de 1870. El imperio español –los restos de lo que un día fue–, lleva dos años desangrándose en la I Guerra Hispano–Cubana. Lo estará otros ocho.
Volvamos con el desdichado Luis. Su destino estaba sellado. Los juicios sumarísimos se suceden, una fila de pobres diablos escuchan, uno tras otro, su deliberadísima condena. Pena de muerte. ¿Patriótica venganza? Menos épico. El gobierno español no piensa hacerse cargo de más bocas que alimentar. Antes de que un tiro de fusil –con suerte, será certero; si no, tendrá que agonizar a la espera de un nuevo tiro de gracia– apague su vida para siempre, Luis solicita papel y pluma. «¡Qué menos!», pensaría Luis. En una misma carta se despide de su «mamá queridísima», su «hermanita» y, finalmente, su mujer Margarita. Les comunica lo inevitable. Luis tiene la conciencia tranquila. «Moriré como he vivido, con la conciencia de haber cumplido con mi deber, de no haber hecho mal a nadie y sí mucho bien a infinidad de personas». Le manda a su madre, junto a esta carta de despedida, su reloj, el cual espera que le entreguen. A Margarita le envía su relicario, y le pide perdón por los muchos disgustos que le ha dado. No le queda apenas papel y tampoco tiempo. «Adiós mamá, piensa en que tienes una hija a quien querer y con quien mitigar el dolor de la pérdida de tu único hijo, el cual recibe tu bendición». Luis Ayestarán. 23 de septiembre de 1870. Horas después era fusilado.
¿Quién fue Luis Ayestarán? Poco importa. Uno entre los más de 200.000 muertos que dejaron los diez años de guerra.
Quizás os suene más el nombre de Eloy Gonzalo. La ciudad de Madrid le rinde honores con una estatua en la céntrica plaza de Cascorro. Eloy fue un soldado raso que se alistó voluntariamente en las fuerzas españolas para combatir en la guerra de independencia de Cuba (1895–1898), a fin de conmutar su pena de prisión. Alguno hablaría de patriotismo y valentía. Allí que fue nuestro valiente y patriota Eloy, en busca de su ansiada libertad cubana. Sin embargo, la isla guardaba otro destino para él. Estando él de guarnición en Cascorro, los mambises cercaron el pueblo, allí por septiembre de 1896. Como ya lo estuviese Luis Ayestarán, esta vez en el bando enemigo, Eloy se encontraba al límite. A partir de aquí nace el mito –y como todo mito, una línea muy difusa entre lo veraz y lo fantástico–: Eloy se ofreció a volar las posiciones enemigas, solo acompañado por una garrafa de petróleo, unas cerillas y el favor de la noche. Incluso se cuenta que pidió internarse en posiciones enemigas atado de una larga soga. Si moría en el intento, por lo menos podrían recuperar sus restos. Lo hizo. El cerco voló por los aires y Eloy volvió por su propio pie. La gloria del imperio. El irredente soldado español elevado a héroe de Cascorro. Poco pudo disfrutar su fama. Menos de un año después, una infección intestinal –fruto del penoso régimen alimenticio de las tropas– lo mató. Las condecoraciones y las estatuas no le libraron de morir entre aullidos de dolor y úlceras gangrenosas. Más de la mitad de los soldados españoles perecieron en las guerras coloniales sin disparar un solo tiro, diezmados por las enfermedades tropicales y la falta de recursos.
Los imperios, también el español, pervivieron hasta el último de sus días alimentados por el sufrimiento y la muerte de muchos. Sangre y fuego. Esclavos africanos, hijos de familias pobres que no podían pagar para librarse de las quintas, prisioneros de guerra. Innumerables nadies. Cuando escuchemos hoy en día destacar las bondades del imperio español, no nos olvidemos de las miserias. La historia rigurosa no lo hace.
* Javier Zúñiga, historiador e investigador de la Universidad de La Rioja. Organizador del Seminario Márgenes. II Seminario de jóvenes investigadores en Historia Contemporánea, que se celebra en la Universidad de La Rioja mañana y pasado, 27 y 28 de noviembre
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