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Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a ... conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban en un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo...»
Para atraer clientes, el vendedor de recuerdos apostado junto a la sencilla casa museo de Gabriel García Márquez en Aracataca, su pueblo natal en el norte de Colombia, recitaba de corrido el comienzo de 'Cien años de soledad'. Gabo es el orgullo local y, sin embargo, no hay mucho en este humilde poblachón ardiente del interior del departamento del Magdalena que lleve a pensar que sus habitantes hayan desarrollado interés alguno por las letras. Yo tuve la fortuna de visitarlo hace años –un viaje como esos sueños extraños después de haber tomado demasiado– y, aunque ahora leo que tras la muerte del Nobel hubo tímidos intentos por llevar allí el turismo literario, mi recuerdo es el de un desierto de fantasmas.
—Acá no hay librerías, señor; la gente no tiene costumbre—, me respondió aquel hombre cuando le pregunté dónde comprar un ejemplar de la novela.
Lo que sí había era una atmósfera asfixiante como de espejismo que dificultaba imaginar la fuente de la que un día brotó el realismo mágico. Nada más entrar en Aracataca se tiene la sensación de irte a encontrar al gitano Melquíades a la vuelta de la esquina con su estrafalario cargamento de prodigios o al mismísimo José Arcadio Buendía buscando la fórmula para levantar casas de hielo. Bajo ese sol de injusticia y entre un aire que parece caldo grueso de gallina entiendes por qué al patriarca el agua congelada le pareció «el invento del siglo».
Aracataca no es hoy el Macondo imaginado por García Márquez en su juventud. Con unos cuarenta mil habitantes dedicados a la tierra y a ver pasar la vida recostados a la sombra de sus casuchas de una sola planta, en apenas siglo y medio el lugar ha tenido tiempo de ser un enclave importante en la explotación bananera y de venirse abajo hasta quedar casi completamente en el olvido de no haber sido por las páginas que inspiraron sus gentes y leyendas. De su esplendor modesto solo queda la línea férrea que lo atraviesa, por la que regularmente circulan trenes de más de cien vagones cargados de palma para aceite y biodiésel... «El inocente tren amarillo que tantas incertidumbres y evidencias, y tantos halagos y desventuras, y tantos cambios, calamidades y nostalgias, había de llevar a Macondo».
—Es hora de nuevos personajes en esta historia—, me asaltó, enigmático, un holandés errante que se hacía llamar Tim Buendía. Alto y delgado, vestido con falda hasta los pies y camisa de rayas, Tim no dejaba de transpirar mientras jugueteaba con un bastoncito que le confería aire de autoridad literaria por nadie discutida. Era este sujeto, a medio camino entre los poderes adivinatorios de Pilar Ternera y la musicalidad de Pietro Crespi, quien hacía de intérprete entre la realidad de Aracataca y la magia de Macondo.
—García Márquez —me contó el holandés-cataquero— era latinoamericano de cualquier país y la materia de su obra provenía de la nostalgia. El sentido del verdadero Macondo se encuentra en el corazón de Aracataca y aquí la realidad supera la ficción. Aracataca es un símbolo para los pueblos de Latinoamérica. A través de este pueblo podemos enseñar la historia y la cultura de todo el continente.
No vi motivo para dudar de la palabra de aquel loco. Animado por mi interés, primero me acompañó al cementerio, calle abajo, pero ante aquel caótico montón de sepulturas me fue imposible imaginar el camposanto que estrenó Melquíades con su muerte definitiva o a Aureliano salvado del pelotón por su hermano José Arcadio. Luego, calle arriba, me condujo a una sencilla biblioteca llamada Remedios la Bella con poco más de cuatro libros polvorientos. Nadie pisaba ese lugar. Ya no quedan más Buendías en Macondo que un holandés de paso, pensé.
Un recadero nos llevó en moto a un colmado donde por fin localizamos un ejemplar del libro. Era una edición indigna pero a mí me pareció un tesoro. Ante la desconfianza de los clientes, que no entendían el interés por un objeto cuyo nombre habían olvidado, pagué 7.300 pesos que a todos parecieron un exceso porque alcanzaban para una ronda de licor antioqueño. Tim, en cambio, orgulloso de cumplir con su deber, me lo dedicó imitando la letra de Gabo: «Del pueblo de Aracataca». Ahí no más nos despedimos para siempre.
Tantos años después, cuando también la televisión ha llegado a Macondo, lo tengo sobre la mesa abierto por la última página y veo a Úrsula Iguarán llorar sin lágrimas al leer a José Arcadio Buendía, bajo una lluvia de minúsculas flores amarillas, esas líneas en las que se consumaban su destino y el mío... porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.
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