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El otro día hablé con mi padre. Dentro de un mes hará diez años que murió. Pero eso no importa, yo hablé con él el ... jueves. Fue por teléfono, todavía conservo su número. Y su reloj, parado en la hora exacta en que se fue... o eso quiero pensar. Recuerdo que solía quitárselo de la muñeca para trabajar. No hacen relojes para zurdos, no sé por qué. No para esos zurdos a los que, contra natura, forzaron a escribir con la derecha pero seguían usando el martillo con su mano buena. Ahora descansa sobre mi mesa, el reloj, digo, ese otro picapedrero menudo, mirándome en silencio con su único ojo plateado y sus agujas detenidas en forma de compás: la hora de la muerte debe de ser, el minuto exacto, el momento justo cuando se para el pulso y el alma escapa con alivio del peso del cuerpo. Si él lo dejó aquí quizás sea que sigue trabajando allá donde esté... Se me olvidó preguntárselo el otro día.
El jueves entrevisté al actor Héctor Alterio. En mi cabeza ha interpretado tantas veces a mi padre y con tanta verdad que, el otro día, al otro lado del teléfono, no me habría sido difícil imaginar que era él. Pero no fueron imaginaciones; eran realmente la misma persona. Es lo que tienen los grandes intérpretes y los espíritus amados, que se poseen y se encarnan entre sí.
Casualmente los dos nacieron con días de diferencia y, aunque fue a miles de kilómetros de distancia, la Argentina está emocionalmente muy próxima a la tierra de emigrantes de mi familia. Perfectamente los Sainz podíamos haber acabado indianos como los Alterio, aunque de procedencia serrana y no napolitanos, como ellos. Pero mis abuelos nunca se fueron de aquí y mi padre fue niño pastor y dedicó la vida a levantar bosques donde solo había barrancas... Cómo carajo no se me ocurrió preguntarle si sigue haciéndolo allá en el cielo, que tanta falta hará.
Hoy mi padre Antonio tendría la misma edad que Héctor: noventa y cinco venerables años. La edad que alcanzan los árboles. Tendría, como él, algunas ramas rotas por los vientos de la vida y hojas secas a sus pies caídas del sombrero. Pero yo sigo viéndolos a los dos nobles y hermosos, con la frente alta y la mirada limpia.
Esa mirada de enamorado en la película 'El hijo de la novia', cuando Nino habla de Norma con el amor puro de la primera vez. Han pasado juntos más de cuarenta años, toda una vida, pero él sigue loquito perdido por ella como el primer día. Ese reloj no corrió para ellos ni un solo segundo a pesar de que Norma haya caído hace tiempo en las redes que destejen la memoria. Cuando Nino se le ocurre que se casen para darle el único gusto que no le dio de jóvenes, la Iglesia se lo niega por falta de discernimiento, pero el cura, admirado por semejante muestra de amor, afirma con la solemnidad de estar ante un verdadero milagro que ese hombre, ese padre, ese esposo a todos los efectos, no es un hombre cualquiera: ¡Ese hombre es Dios! Esa misma mirada de joven enamorado dispuesto a enmendar un error viejo, sin duda la mirada que debería tener Dios si se tomara la molestia de mirar su creación y verla cayendo en el abismo de las sombras, es la mirada de mi padre a mi madre que yo veo en los ojos de Héctor Alterio.
Pese a la curia, Nino y Norma terminaron celebrando su boda gracias a otro buen actor que ofició la ceremonia. La religión también es un gran teatro, pero el teatro de verdad es una linda religión y mi poca fe está puesta en él. Quizás por eso me pasan estas cosas de ver fantasmas o escucharlos al otro lado del teléfono como si hablásemos de cualquier nadería cotidiana.
Al comienzo de la entrevista, el otro día, a Héctor le fallaba el audífono y le molestaba un ruido. Pude escuchar cómo alguien intervenía en seguida para ajustárselo con una maniobra acostumbrada y palabras de cariño. Era su hija Malena. Mi hermana, le dije como saludo. Si veo a tu padre como si fuera el mío, tú y yo somos hermanos, ¿no? Es un poco el padre de todos, contestó ella con esa sonrisa que se siente a través del auricular.
Pensarás que me estaba dando la razón como a los locos. Pero es que cuando Héctor Alterio hizo 'El padre' en el teatro se terminó de convertir en eso mismo, el padre universal. Ahí era su personaje el que luchaba contra el alzhéimer una batalla perdida de quijote en pijama contra molinos de tiempo... Eso lo sé muy bien. Recordar duele demasiado, pero qué necesario para seguir vivos. Olvidar, en cambio, no duele; olvidar engaña, que es peor, olvidar angustia y mata... Eso escribí entonces.
Hoy, por contra, no temo tanto olvidar como no vivir con dignidad de recuerdo. Dignidad es lo que me enseñó mi padre con el ejemplo de sus manos. Dignidad es lo que aprendí de maestros como Héctor Alterio y de los poetas a los que ha dado voz. Dignidad, solo eso. Siento sus miradas puestas en mí igual que veo cómo me observa el reloj parado sobre la mesa. Y solo espero, cuando el mío llegue a la hora convenida, ser digno de repetir lo que papá me dijo el jueves por teléfono con su perfecto acento porteño: ¡Puta... que valió la pena estar vivo!
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