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La primera vez que lees a Cortázar, atractivo y peligroso, el libro pesa como un revólver plateado capaz de dispararse solo. Todo depende de en ... qué manos caiga. Puede ser ligerísimo o una sacudida de plomo en la cabeza. No hay forma de salir indemne de su trampa literaria. Su extraordinario dominio del lenguaje no es solo expresión formal de un potente mundo interior, oscuro y brillante al mismo tiempo, es otro mundo en sí mismo: un mundo en el que las ideas se hacen tangibles y pueden mutar como artefactos explosivos, un mundo en el que la realidad es solo una pequeña parte de los sueños.
Es una experiencia demasiado personal Cortázar, tanto que pretender compartirla –aunque sea a través de la encomiable función colectivizadora del teatro– resulta empresa arriesgada. El intento de mi admirado José Sanchis Sinisterra y su hija Clara tropieza con la altura del reto al tratar de allanarlo y su osadía la paga con desconcierto el espectador no iniciado y con decepción el cortazariano acérrimo. Como homenaje se queda solo en buena intención y, si su propósito era descubrir el genial escritor a quien todavía no ha tenido el singular placer de su lectura, temo que el experimento produzca el efecto contrario.
Una sucesión de fragmentos de textos más y menos conocidos del autor de 'Rayuela', desde el comienzo radiofónico con 'Adiós, Robinson' hasta el final con 'Casa tomada', cronopios incluidos, son puestos en escena sin necesidad de hilo conductor pero sin que tampoco terminen de levantar el vuelo. Lo más destacable es el episodio 'Nada a Pehuajó', pero incluso aquí falta hondura kafkiana. Natalia Menéndez acierta en dar a la comedia un tono absurdo y surreal, y en la agilidad de la acción, pero la excesivamente subrayada intención lúdica peca de naíf. Decorado, vestuario e incluso las interpretaciones de un Pablo Rivero exageradamente inocentón y una Ana Rayo algo descolocada (en lugar de Clara Sanchis) abundan en esa incomprensible línea infantiloide.
La aventura termina pareciendo una excursión con niños al archipiélago literario Julio Cortázar como parque temático de los naufragios. Muy lejos de las instrucciones para dar cuerda a ningún reloj. O a un revólver.
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