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1936. Un número que habla por sí solo. El año más importante en la historia reciente de España; quizás el año crucial de toda su ... historia, el año en que pasado y futuro (un futuro diferente que fue posible apenas un instante) chocan violentamente, a garrotazos, media España contra la otra media, hermano contra hermano. Y, sin embargo, puede quedarse en una cifra vacía si olvidamos lo que pasó, cómo pasó y por qué. O, peor aún, podría convertirse, si no lo es ya, en una bandera con la que algunos no dudarían en volver a alzarse.
Son muchos méritos los que reúne Andrés Lima en '1936. ¿El año que España entró en shock?' El primero, el mero hecho de proponerse contar la Guerra Civil en el escenario de un teatro es ya una proeza y, no solo porque supone un desafío colosal, sino porque, en tiempos en que incluso cancelan una inofensiva Lisístrata, puede acarrear que alguien remarque tu nombre en una lista negra en la que seguro que ya figuras hace tiempo. Y mérito extraordinario es también llevar a buen puerto un proyecto tan complejo y ambicioso.
De entrada, acierta en el relato y en el tono. Con Albert Boronat firma una sólida dramaturgia a partir de una amplia y variada selección de hechos históricos, personajes reales, discursos, textos escritos, episodios e historias del conflicto –incluidas algunas ficciones recreadas y el hilo narrativo del diario de una niña barcelonesa–, sus antecedentes y el contexto internacional. Sin pretender ser neutral –porque es imposible serlo con el golpe de estado fascista contra la República y los tres años de enfrentamiento desgarrador en desigualdad de condiciones, con los cuarenta de dictadura–, la obra se plantea y se desarrolla como un docudrama equilibrado, sin cargar tintas en la emotividad, que inevitablemente termina brotando como chorros de sangre en una tragedia tan arraigada y encarnizada. Desde un comienzo necesariamente muy descriptivo –la primera parte lo es– hasta un final desgarrador, '1936' es un monumento de memoria histórica.
La puesta en escena, sobria y eficaz, acompañando cada cuadro con proyecciones que ayudan a situar la acción, busca tener a los espectadores permanentemente en primera línea y sin pestañear. El espacio sonoro es impactante, con el estruendo de los bombardeos, ya sea sobre Madrid o Guernica o en el golpe a golpe de la batalla del Ebro, y con el terror de los continuos disparos en la retaguardia. Y la música, desde la Internacional al Cara al sol, de Los cuatro muleros al Ya hemos pasao, del Himno a la alegría al Spanish bombs, transmite la importancia moral de los himnos.
Por ese mismo sentido musical es tan relevante el diseño coral de la interpretación, esa intención cooperativista de renuncia a protagonismos individuales en beneficio colectivo, un espíritu que condensa el Coro Joven de Madrid, cantando y figurando en todo momento. Y, a su alrededor, ocho magníficos y generosos intérpretes entregados al bien común en un carrusel de continuos cambios de personaje, vestuario y registro.
Imposible mencionarlos en todos sus papeles porque en unos impresionan, en otros conmueven y en todos sudan la camisa: Blanca Portillo brilla por igual como José Antonio Primo de Rivera que como Rosario Dinamitera, entre otros roles; y Alba Flores, como Pasionaria o como la miliciana Mika de Etchebéhère; Antonio Durán 'Morris' lo mismo es un ególatra Queipo de Llano que un burgués resignado en la Barcelona revolucionaria; Willy Toledo, pasa por la cobardía de Alfonso XIII, la crueldad sanguinaria de Yagüe y la heroicidad desesperada de Miaja; Paco Ochoa, del maestro Pau Casals al patán Algabeño, del conspirador Calvo Sotelo al brigadista George Orwell, pasando por el general Mola; Juan Vinuesa es capaz de bordar a un Franco caricaturesco y al único médico de la desbandá en la carretera de Málaga a Almería, desarmado ante la magnitud de la matanza; María Morales se luce en la piel y la palabra de Manuel Azaña y Clara Campoamor; y Natalia Hernández puede ser el cardenal Gomá, una inquietante cabaretera y hasta la mismísima Señora Guerra encarnada en casi una nonagenaria del barrio de la Elipa que arranca unas risas muy saludables en medio de tanto espanto.
Puede que falten cosas pero ninguna sobra: a mí me falta más Lorca, aunque agradezco a Miguel Hernández; me falta la persecución de los maestros, aunque aplaudo a esos cómicos bajo las bombas; me falta la retirada, aunque me emociona la escena final excavando las fosas de la vergüenza y desenterrando a las víctimas de la represión franquista... Ahí sale tu abuelo, nos interpela una mujer muerta.
Son tantas escenas memorables: la conspiración y la lluvia de dinero golpista de Juan March y otras fortunas, la carnicería de Badajoz, el pacto internacional de no agresión que acaba con las esperanzas de la República, la participación nazi y fascista, las Brigadas Internacionales, la defensa de Madrid, el hambre y el miedo, Franco discutiendo con un padre que le traumatizó, la goyesca batalla del Ebro, las ejecuciones entre verdugos y víctimas que vuelven a levantarse para convertirse en víctimas y verdugos hasta que solo queda uno en pie entonando una nota que parece decir: por qué... Y Yagüe, disipando cualquier tentación de una lectura romántica al afirmar despectivamente: Guste o no guste, la guerra la perdieron los rojos.
Solo mencionaré una más: el magistral diálogo entre la joven anarquista y el viejo burgués en el Ritz de Barcelona: «Tú buscas al ser humano nuevo –le advierte él–, pero me temo que tendrás que conformarte con el hombre torpe, necio y egoísta de siempre». Eso resume la derrota de muchos sueños.
'La doctrina del shock', el ensayo de la periodista canadiense Naomi Klein sobre el auge del capitalismo del desastre que inspira la portentosa trilogía teatral de Andrés Lima, cuenta cómo en los años cincuenta la CIA aprendió las técnicas de la psiquiatría que aplicaba electrochoques para borrar el cerebro del paciente y reorientar su pensamiento desde cero y su conducta a través del terror. Anular a las personas, conmocionarlas hasta que obedezcan; esa era la idea. De igual modo habría actuado Estados Unidos en las últimas décadas para imponer el ultraliberalismo monetarista de Milton Friedman y sus Chicago Boys. Chile y Argentina fueron los primeros ensayos en los años setenta (como se cuenta en 'Shock 1: El cóndor y el puma'): primero el golpe y después el capitalismo salvaje. Luego llegarían por vía democrática Margaret Thatcher, Reagan y el gran shock –hasta entonces– del siglo XXI, la guerra de Irak ('Shock 2: La tormenta y la guerra').
Retrotraer esta teoría al 1936 español tiene absoluto sentido, porque, a fin de cuentas, todo es siempre lo mismo en todas partes y en cualquier época: los poderosos impidiendo por todos los medios el reparto justo de la riqueza (siquiera mínimamente), o, lo que despectivamente llaman, luchar contra el marxismo. Lima todavía podría continuar la serie con el supershock oscuro y terrible a que nos enfrentamos en nuestros días. Es más, se lo pedimos.
Pero, de momento, hay dos lecciones que extraer. La primera: que hacer memoria y preservar la historia es un acto de resistencia contra los intentos por gobernarnos a partir de la ignorancia y el miedo. Y la segunda: que si queremos políticas contra la crisis que hagan de este mundo un lugar más justo, más pacífico y más sano tendremos que salir ahí fuera y obligarles a ello. Empezando por ir al teatro, abrir los ojos y los oídos durante cuatro horas y terminar en pie aplaudiendo a rabiar obras necesarias y valientes como '1936'.
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