La semana pasada estuve en Úbeda y descubrí la esencia de la amabilidad. Los peatones agradecían que te detuvieras en los pasos de cebra, los encargados de parking facilitaban el estacionamiento, los maitres te trataban afablemente, pero sin cariño fingido ni preguntas mecánicas tras cada ... plato: «¿Qué tal el salmorejo… Qué tal el lomo de orza?». En el bar donde entré a leer el IDEAL, perdí el DNI y el camarero salió corriendo como loco para entregármelo. En el Arqueológico, un guía se ofreció a aclararme cualquier duda y, desbordado ya por tanto cariño, me dirigí a una conserje del museo: «¿Oiga, por qué son ustedes tan amables? He visitado mil ciudades y jamás he visto nada igual». Ella respondió sin darle importancia: «En Úbeda somos así, nos sale de dentro».

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Acabé contagiándome de tanta amabilidad y empecé a agradecer a los conductores su prudencia, dejé propina en todos los bares, di las gracias por cada detalle, cedí el paso en todas las puertas, salí de todas las tiendas deseando un feliz día y en el museo de San Juan de la Cruz, le recité «Llama de amor viva» a un niño hastiado que desesperaba a sus padres. Con ese poema gané a los 15 años el único premio en metálico de mi vida: 300 pesetas en un concurso de declamación salesiano.

Recordé los versos en un arrebato místico. El niño se quedó traspuesto y, lo fundamental, callado. Fue mi tributo a la ciudad más amable que he visitado nunca. Si España fuera Úbeda, todos seríamos cariñosos, comprensivos y prudentes, se acabarían la tensión, la crispación y la polarización, la poesía mística nos traspondría y el portavoz Tellado y la ministra Montero serían amables y lo explicarían: «Nos sale de dentro».

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